jueves, 31 de marzo de 2016

Somos esculturas



La belleza de la casa vacía a punto de convertirse en un hogar. Cuando esa vivienda es como un folio en blanco donde escribir una historia. El vacío de otro vacío en forma de escultura. El lienzo en el que se derramarán los colores de la vida. Porque la felicidad que se vivirá en esa casa está llamando al timbre en el portal. Está limpiando los zapatos en el felpudo. Está a punto. Y esa nada del presente invita a la imaginación de planificar espacios, armonías, combinaciones. Escenas de la vida cotidiana del futuro. Aquí va el sofá o allá se colocará la mesa que reunirá a una familia en torno a una comida. Las paredes ahora desnudas pronto nos dirán algo de las personas que vivirán bajo ese tejado.

Uno de los protagonistas de esa aventura doméstica está estudiando el lugar idóneo para una pequeña escultura en esa casa. No es fácil buscar ese punto donde la obra respire cómodamente. El lugar donde esas formas luzcan de manera óptima. Porque hay espacios donde una obra pierde su fuerza y no expresa todo lo que podría en unas buenas coordenadas. Se corrobora entonces que una escultura no se acaba en el taller del artista. La obra culmina en ese lugar donde permanecerá para ser contemplada. Ahí es donde la escultura parece que le gana a la muerte. Porque hay obras que de tan mal colocadas están abandonadas o muertas. Con una buena ubicación se diría que el artista modeló la escultura pensando que se colocaría ahí. De hecho el escultor es así como planifica sus proyectos: pensando en espacios para su idea. Cuando una obra llega a su término en estas condiciones la verdad de la misma se completa con más energía. Veremos que las esculturas casi nos cuentan historias diferentes dependiendo de dónde se disponen. Ese hombre por eso estudia con metódica premeditación esa belleza que quiere despertar en la escultura al encontrar su hábitat genuino. Quiere que esa escultura que tanto ama esté viva en esa casa en la que ha puesto tanta ilusión.

Antes estaba en el barrio de Amara de Donostia donde yo lo conocí. En la plaza Aita Donostia. Pero según me cuentan la Paloma de la Paz de Nestor Basterretxea vivió anteriormente justo al lado del desaparecido Kursaal de Gros. Hace relativamente poco se mudó a Sagüés y volvió a oler la brisa de la playa de la Zurriola. ¿Echaría en falta el mar? Porque es él quien vuelve a ser su vecino más longevo. Siempre igual y a la vez diferente, el mar es el que más historias tiene que contarle a la escultura de Basterretxea. ¿Sentirá nostalgia del bullicio de los coches en la rotonda de Amara justo a un paso de Anoeta y el Hospital Donostia? ¿Se ha encontrado definitivamente, el lugar óptimo de esta obra? ¿Ha logrado Basterretxea con esta última colocación poner fin a su proyecto aunque sea póstumamente? Si el artista era defensor de que la obra estuviera mirando al mar estará contento allá donde esté, si bien no murió habiendo visto la obra en el lugar donde se merecía. El Peine del Viento y Homenaje a Fleming; Construcción Vacía; la Paloma de la Paz. Los tres grandes escultores vascos –Chillida, Oteiza y Basterretxea- parecen los guardianes de la ciudad frente al mar y, que sea la escultura de Nestor quien complete el recorrido que va desde el Peine del Viento hasta Sagüés –los dos extremos de la ciudad- parece responder a una experiencia artística colectiva de estos tres grandes artistas. Como si el mar y sus manos modelaran otra obra entre los tres. En este nuevo entorno la Paloma se divisa desde lejos y parece incluso traernos un mensaje: igual que la obra de Basterretxea se observa desde la lejanía, la violencia sufrida en esta ciudad también va quedando poco a poco en la distancia del horizonte.

Las personas también debemos encontrar ese punto artístico en la vida. Nuestro ecosistema. Rodearnos de personas que nos hagan crecer. De ambientes profesionales que valoren nuestros dones y nos estimulen en la autorrealización. Entornos naturales que nos hagan valorar la belleza. Parejas que nos quieran tal y como somos. Gobernantes que trabajen por el bien común que nos hagan creer en la equidad y la justicia. Amigos que nos permitan ser lo que somos. Vecinos que nos hagan creer en la convivencia pacífica. Líderes que nos refuercen nuestra fe en un mundo mejor. Pueblos que nos hagan respirar en armonía y a nuestro ritmo. Ciudades que nos hagan soñar. Alimentos que mantengan nuestro cuerpo sano y contento. Libros, música y películas que nos abran la mente y nos consuelen. Ejercicios que mantengan el equilibrio entre mente y cuerpo. Culturas que nos lleven a pensar que nacimos para vivir esta época y no otra; que nos hagan creer en la humanidad o nos despierten un cierto optimismo mesurado; que nos lancen al encuentro de la mejor versión de nosotros mismos. Es necesario dar con ese sitio que nos saque lo mejor de nosotros. Todos podemos encontrarlo. Se trata de averiguar para qué espacio fuimos ideados. Cuando llega ese descubrimiento es señal de que podemos hacer arte con nuestras vidas. Porque somos esculturas a la espera de ese lugar en una casa o mirando al mar.

En la imagen: La Paloma de la Paz de Nestor Basterretxea en Sagüés. 


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