jueves, 27 de octubre de 2016

Nuestra gran vida normal



Supongo que a todos nos ha pasado que alguien nos haya cogido el teléfono móvil y nos haya leído sin previo permiso alguna intimidad. Es lógica la furia que el ataque a esa intimidad desató en aquella ocasión en nosotros. Una rabia cuya fuerza grabó en nuestra memoria la ofensa como una herida difícil de cicatrizar, o al menos como una suspicacia para recordar siempre. Hoy en día, incluso se alerta de que los móviles de las adolescentes sean sospechosamente vigilados por sus controladores novios como una antesala de maltrato. Algo que nos escandaliza a todos a priori. Surgen discrepancias y se abre el debate, sin embargo, traspasando la cuestión de la intimidad a otro ámbito.

La aparente trivialidad de que alguien sacie su morbosa curiosidad con nuestro móvil nos llena de indignación. Ahora bien, existen dudas en algunas personas si el que viola esa intimidad o privacidad es el Estado. Algo que el antiguo trabajador de la agencia de inteligencia de EEUU Edward Snowden denunció y que tan bien retrata la nueva película de Oliver Stone. Los que no defienden su intimidad ante el Estado justifican su postura afirmando que su vida es tan normal que no ven nada alarmante en que lo vigilen si es para un bien mayor. “Hago lo que hace todo el mundo”. “Mi vida es absolutamente normal”. No ven ellos por tanto, que ese ojo que los observa vaya a dañar su vida. No hay nada que perder ni deteriorar. Es más, ven que ese ojo va en algún modo, a protegerlos como un hada madrina o las antiguas murallas de la Edad Media. Es decir, lejos de perder, lo que para ellos viene a significar esa entrega de la intimidad es ganancia, porque a cambio gozan de una supuesta seguridad.

Cuando alguien infunde miedo a una persona ese individuo pierde su preciada libertad porque no es tan capaz de elegir. Lo mismo ocurre con el Estado que justifica su violación de un derecho básico como es el derecho a la intimidad ante el hecho de que, en algún modo excepcional, quiere defender a sus ciudadanos. En este sentido, el Estado se atreve a advertir la llegada de posibles amenazas externas que pondrían en cuestión nuestra confortable vida normal, nuestra seguridad. Pero un Estado que se hace fuerte –como un novio controlador- con el miedo de los ciudadanos es menos democrático. Por eso, ¿estamos seguros de entregar la llave de nuestra casa o habitación–el espacio íntimo por antonomasia- para gozar supuestamente de mayor seguridad?

Las mujeres maltratadas bien saben lo que es vivir con miedo y que alguien les someta desde una superioridad anuladora. Son extraordinariamente conscientes de que al entregar su poder a ese supuesto ser superior (llámese pareja o en este caso, Estado) lo que pierden es simple y llanamente todo. Lo que busca el maltratador es un control para poder seguir maltratando y ejerciendo ese terrible poder. Poseer lo que nadie tiene derecho a hacerlo. Si estamos de acuerdo en que esta aberrante forma de cuidar a una persona no es en absoluto deseable, ¿cómo no lo vemos cuando el que quiere controlar y someter según sus intereses es el Estado? No olvidemos que las dictaduras, por ejemplo, buscan ante todo y como algo normal controlar de manera informativa a los ciudadanos que viven bajo su poder. Si nuestra vida es tan anodina, entonces ¿por qué no prescindir de pretender controlar lo que nada vale?

La información, señores, es un arma poderosa y bien lo sabe el Estado, que para sí se guarda las ideas que le pueden surgir de lo que se puede hacer con toda la inmensa información que va recabando de ciudadanos anónimos y normales como tú y yo. Recuerdo haber escuchado al intelectual búlgaro Tzvetan Todorov contar que en la era soviética las relaciones íntimas y las historias de amor eran los espacios donde más se sentía la libertad de acción, donde uno podía ser libre de verdad, donde uno escribía las líneas de su vida sin nada que temer. Algo que no deja de estremecer a todo aquel que ama su libertad, la vida o la dignidad. ¿Y si al Estado le interesara también controlar los espacios de intimidad entre personas? Lo dice Oliver Stone en la película que ha llegado a los cines: todos estamos vigilados a través de la sofisticada informática. ¿Qué ocurrirá con esa información? La película puede ser una invitación a reflexionar a través de la trayectoria de Edward Snowden acerca de ese ojo que engulle intimidades y quién sabe, si vidas. Una gran ocasión para pensar sobre si estamos tan seguros de entregar nuestra intimidad a cambio de seguridad. O también para preguntarnos si vivimos en una sociedad tan democrática cuando se persigue, se controla, vigila, se sabe, se sigue… al individuo normal en detrimento de su libertad. Esa libertad que transforma en una experiencia apasionante nuestra vida normal.


Fotografía: Ferdinando Scianna.  

miércoles, 19 de octubre de 2016

Día Internacional de Nada



El Día Internacional de la Mujer, el Día Mundial contra el Cáncer de Mama, el Día Internacional del Euskera, el Día Mundial del Pan... Y aunque sobran las buenas intenciones, si nos detenemos un momento ante esta lista infinita, ¿hay algo más insulso que “el día internacional de…”? Como clara detractora de la iniciativa de hacer una cruz en el calendario para dar visibilidad a un colectivo, una causa o quién sabe qué, propongo que hoy se celebre el Día Internacional de Nada.

La nada es creativa y fértil como el aburrimiento o la observación desinteresada. Y a lo que nos impulsa esa nada es algo muy preciado y valioso. Nos lanza a encender nuestro ser ante los estímulos externos y no viceversa. A ser dueños de nosotros mismos, de verdad. Me refiero a que el Día Mundial contra el Cáncer de Mama o cualquier otra enfermedad nos llevan sobre todo a volver invisibles a estas personas que a ser dignos de nuestra empobrecida atención. Durante un día acaparan portadas o inspiran reportajes pero el resto de los 364 días del año se quedan en un cruel e irreversible olvido. ¿Nos comprometemos con algo un día al año o a lo que nos sumamos es a mirar al otro lado? ¿Los recordamos porque realmente nos importan o solamente porque toca?

Los expertos llaman locus de control interno a esa actitud que tienen las personas que sienten que son ellos el centro del poder ante el entorno y no al revés. Con otras palabras, tienen la fe de que la fuerza está en ellos y que si quieren consiguen lo que desean. Esa capacidad interiorizada les lleva a creer que sus esfuerzos no se van con las manos vacías. Por eso cuando logran algo no depositan esa victoria en las circunstancias ni se complacen con los halagos que vienen de fuera. Una persona con esta actitud busca sus objetivos sin contentar a nadie o lograr ningún premio. Algo que les lleva a tener una voz interna firme que se basta con ella misma.  

En la escuela vemos abundantes ejemplos de personas con locus de control interno. Son aquellos estudiantes que se alegran por aprender. Son aquellas que quieren y desean saber más. Y además lo hacen porque creen que pueden hacerlo y lo harán. Persiguen sus sueños porque una sonrisa se dibuja en sus caras al pensarlo. No buscan premios ni quieren evitar castigos, la fuente de donde fluye esa capacidad hacendosa está en ellos. Estos estudiantes  no necesitarían exámenes para aprender. Y precisamente son ellos los que nos enseñan la esencia de la pasión por el conocimiento, el gran ideal educativo. El querer y luchar por algo porque uno mismo lo desea como nada más en el mundo.

“Los días internacionales de” no buscan el locus de control interno de las personas sino el inútil flash externo que es el antagonista de la perseverante preocupación por las cosas. Ese  día señalado se asemeja al examen final de junio de una asignatura. El día del empacho compulsivo de apuntes e ideas que el cerebro olvidará en el mismo instante de la entrega del examen, tal y como ocurre con el día después de un “día internacional de”. Es la antítesis –no me negarán- de la genuina curiosidad o interés por las cosas. Las estaciones de metro de algunas ciudades europeas son otro ejemplo de lo estéril que resulta un examen o el día mundial de un noble motivo: la gente paga y pica su billete sin necesidad de barreras o exigencias externas. No hay un imperativo de que alguien de fuera les enseñe y recuerde su deber. En ellos está el poder y en su interior habita ese civismo. Sin barreras, sin exámenes. Gracias a esa nada.



Fotografía: Chris Steele-Perkins. 

viernes, 7 de octubre de 2016

Cazar palomas, cazar pokémons



Cuando se aproxima la ansiada época del año para los cazadores me detengo por un momento en un banco a disfrutar contigo del viento sur. Y mientras ellos empiezan a poner a punto la escopeta y están atentos al cielo, yo me hago la siguiente pregunta: ¿ha pasado la fiebre de cazar pokémons? Me refiero a esos monigotes amarillos que tanta simpatía despiertan y que nada tienen que ver con las malvices, becadas o palomas de verdad.

A mis alumnos les fascinan los pokémons. Algunos tienen incluso su propio bicho preferido y adornan sus cuadernos y carpetas con estos desconcertantes animalitos que no existen en el mundo real. Intentar encontrar el sentido que puede tener cazar con el móvil pokémons es tan inútil como tratar de entender la descarga de adrenalina y placer al disparar una escopeta. ¿Estas cazas tendrán quizá ambas en común nuestro ancestral instinto de supervivencia que respondía a la necesidad de comer?

Me rendí a la impotencia de no captar la gracia de este juego llamado Pokémon Go que con tanto furor decían disfrutar mis alumnos. Es más, mi respuesta al entusiasmo que en el aula respiré hacia estos virtuales peluches fue un tanto ingenua y pedante: “¿acaso no es preferible buscarse a uno mismo en vez de tratar de buscar pokémons?” les sugerí de forma provocadora. Pero pretender que unos niños de 11 años conecten con eso de buscarse a uno mismo es intentar subir el Everest con chancletas. “Te has pasado” me dije a continuación. Pensándolo mejor, sin embargo, quizá lo que realmente falló –si es que algo no fue como debía- fue la manera en que formulé la pregunta a mis alumnos: buscarse a uno mismo se entendía como si debieran hacerlo exclusivamente de forma física y no a la manera abstracta o filosófica. Y es que con otro tipo de pregunta estoy convencida de que estos fanáticos de los pokémons me hubieran sorprendido con sus respuestas existenciales.


Porque todos los niños tienen de forma más despierta o dormida una capacidad de preguntarse por todo lo que les rodea, de curiosidad por la esencia de los fenómenos más cotidianos y por lo tanto de conectar con uno mismo. Educar en el asombro y Educar en la realidad son dos recomendables libros escritos por Catherine L´Ecuyer (Plataforma Editorial) en los que expone esta innata pureza infantil hacia el mundo, ante el cual el niño no puede responder sino con una profunda sorpresa. Esta capacidad de asombro es la semilla de esa curiosidad fértil, el gusto por aprender, el encuentro gratificante. En un entorno donde somos víctimas de tantos estímulos L´Ecuyer defiende apasionadamente que debemos proteger a nuestros niños del mundo virtual con el objetivo de no matar precisamente esa capacidad de asombro. Para este mundo donde la tecnología y el mundo online están conquistando todas las parcelas de nuestra vida la mejor escuela –sostiene L´Ecuyer- está en el mundo offline, en la realidad. Para ello es necesario despertar una mirada pura hacia el entorno, una mirada en la que esa realidad se sobre a sí misma para la vida plena. La naturaleza por ejemplo, anclada en esa realidad está dotada de infinitas dosis para quitar el aliento a cualquiera en cada instante. Mis alumnos lo saben bien aunque los pokémons les sometan a veces a ese sueño del cual a veces es difícil despertarse. En cualquier caso, es siempre apasionante colaborar como se pueda en ese despertar. 

Fotografía: Henri Matisse fotografiado por Henri Cartier-Bresson.