sábado, 30 de marzo de 2019

Pasaron la noche escuchando música en la última habitación libre del hotel Clarence



Caía la noche en Dublín pero un llamativo fulgor sobre el cielo antes de la todavía profunda oscuridad de mediados de marzo anunciaba algo. Ese fuego sobre la ciudad hacía probablemente que los dublineses dijeran de sus labios de cerveza, en realidad más sedientos de luz que de alcohol, que la puesta de sol reflejada en el río Liffey era el best sunset ever. ¡Era la mejor puesta de sol jamás vista! La noche que llegaba no era en absoluto fría para los amantes que bien podrían sentirse sobre los puentes de Dublín como si estuvieran en Viena, Nueva York o a las orillas del Sena en París. Aquel día sin lluvia había provocado euforia en todos y ella se encontraba muy arriba en ese momento que los fotógrafos llaman la hora azul. Es decir, el instante después de que el sol besa el horizonte y cuya atmósfera de hemos-apagado-la-luz hace que el ambiente se tiña del color de la romántica tinta, el lapislázuli o el mar todavía con el reflejo solar azulado.

Precisamente ese resplandor azul entraba desde el cristal desde donde se la podía observar todas las semanas. Sin embargo durante aquella primera Guinness que ella tomaba con su hermana no se habían encontrado todavía en ese bar de la famosa zona de Temple Bar. Era uno de los primeros anocheceres de la primavera acompañado de un inusual viento sur que entrando por esa ventana no sólo subía el mercurio sino también elevaba como la canción Elevation de U2 el melancólico ánimo de los dublineses. Por eso el barrio de Temple Bar destilaba un olor a fiesta evaporándose al cielo raso de toda Dublín.

Había hecho un sofocante calor durante el día pero ella se disponía a ponerse la chaqueta cuando entre risas pidió otra pinta. Fue entonces cuando el camarero hizo un gesto como si algo de pronto encajara en su mente. Eres tú, podría haber dicho aquella mente en aquel preciso instante. Hoy no, parecía decirse a sí mismo el risueño camarero. Hoy no te escapas. La chaqueta negra que ella se acababa de poner hacía juego con el enorme cuadro de James Joyce que decoraba aquel bar. El pintor de ese cuadro también había elegido ese serio pero elegante color para el traje del famoso escritor que ella tanto había amado a través de la escena final en la película Dublineses (Los muertos) de John Huston. Y fue el camarero quien puso su mano sobre el hombro de la chica que parecía ignorarle, absorta como estaba ella, en la alegre conversación que fluía con la cerveza Guinness también del mismo color.  

Los dos amaban la vida y ella se había quedado rendida ante la descarada pero también original forma con la que él había tratado de captar su atención. Eran unas maneras con las que él había tratado de apelar a la alegría de vivir. Una alegría por la vida que ella había intentado perseguir después de la trágica muerte de su madre. Él sin embargo no tenía noticia de ese triste detalle que lo explicaba todo. Pero en cambio sí había observado que todos los viernes ella acudía a ese bar y cerveza-va-cerveza-viene se desahogaba a veces sola o a veces con su idéntica hermana derramando lágrimas que como sucede muchas veces se mezclaban con el alcohol durante la larga noche. Él, por tanto, tenía conocimiento de que a ella algo le hacía sufrir pero no sabía qué. Sin embargo, amaba su triste pero entera belleza delante del cuadro de su admirado Joyce que perdía la cuenta de las cervezas que su invitada de los viernes bebía. A menudo la veía leyendo a Gabriel García Márquez o a Virginia Woolf a los que interrumpía para echarse a llorar. Y para él contemplar a aquella mujer mientras leía y lloraba ante la mirada de Joyce era un misterio que como amante de la adrenalina y la literatura no podía dejar de desvelar. Impulsado por ese intenso deseo, decidió pedir ayuda al camarero de ese bar para que ejerciera de cómplice en un sorprendente cortejo. Habían acordado que llegados a un viernes cuando ella sonriera, siempre de negro, el camarero haría entrega de un sobre donde ella leería “Me encanta cuando sonríes, pero últimamente no parece que puedas reír mucho. Si quieres llámame a este teléfono y durante una noche reiremos o lloraremos juntos”. Y junto al mensaje habría una hoja donde estuviera escrito el poema El drama del desencantado de García Márquez a mano haciendo un guiño a sus lecturas.

En efecto, hacía mucho que ella no soltaba las carcajadas de antes pero era cierto: aquel viernes estaba de mejor humor y por fin había sonreído. De tal manera que el diligente camarero cumplió con el deber y después de servir una pinta y ver una sonrisa en el rostro de su clienta apoyó la mano en su hombro y le dijo como entregando un premio “este sobre es para ti”. Pasaron muchas ideas en la cabeza de aquella mujer de negro mientras leía el mensaje pero en el preciso instante que ella acabó de leer el poema que ya conocía las luces de la ciudad de Dublín se encendieron. "¿Será una señal?" pensó ella mientras el Liffey empezaba a brillar como si llevara lentejuelas para la noche. "¿Qué hago?" le había preguntado la enigmática chica a su hermana con una sonrisa de sorpresa. Aquello verdaderamente le había chocado. Había que averiguar quién era el ingenioso hombre que se había atrevido con eso. Pero el destino se había anticipado. Porque para cuando ella había cogido el teléfono para marcar el desconocido número él de pronto se había presentado en la ventana a través de la cual anteriormente y también ese día la había estado observando en secreto.

Unos instantes después de que la ciudad de Dublín se vistiera de noche la pareja salía del bar de Joyce rumbo a ninguna parte. Sólo querían perderse por las empedradas calles que todavía guardaban cierto calor. Porque nada más iniciar su serpenteante paseo enseguida descubrieron que la literatura, el cine y la música eran pasiones que compartían. Conversaron sobre Angelica Huston en la película Dublineses (Los muertos) basado en el famoso relato de Joyce, al que apodaron nuestro Cupido olvidándose del amable camarero. Después de esa conversación ella se percató de que  había echado en falta ese tipo de momentos en su vida que por fin parecía sonreírle. Para celebrarlo estaba dispuesta a dejarse llevar por la noche. Aunque era increíble de pronto se sentía de nuevo feliz junto a ese desconocido que aseguraba de alguna manera inspirarse todos los viernes mirándola en la ventana. 

Cuando entraron a un pub había música en vivo y al saborear su primera cerveza juntos se desearon con los ojos. Quizá era la manera de hablar de él o tal vez las inconscientes ganas de volver a disfrutar de la vida pero hubo algo que enamoró los sentidos de ella. "Llámale" le había dicho sin dudarlo su hermana después del asombro mutuo ante la carta del nuevo pretendiente. Después le había despedido con una pícara sonrisa para que se dirigiera a donde su nuevo amante. Mientras ella reproducía en su mente lo sucedido horas antes se dio cuenta que no hacía más que reír a todo lo que él decía. Pero los nervios llegaron cuando sintió que él le sostenía la mirada. De repente una mano se posó en su cintura y algo estalló en el ambiente para que los dos se fundieran en un beso mientras sonaba  City of Blinding Lights de U2. "¿Qué vas a hacer luego?" le preguntó él. "Lo mismo que tú", fue la improvisada respuesta. "¿Sabías que tus besos saben a música de U2?" añadió. Las palabras vibraban en el aire. "Pasemos la noche juntos. Le llamaré a Bono a ver si queda alguna habitación libre en su hotel", dijo entre bromas él. Ella, como no podía ser de otra forma, se rió del comentario. Aquello sólo podía traer diversión. Por eso accedió a la invitación que hizo que la cegadora velada se prolongara hasta el amanecer. Pasaron la noche escuchando música en la última habitación libre del hotel Clarence.

Fotografía: Henri Cartier-Bresson. Fuente: Magnum Photos. 

viernes, 8 de marzo de 2019

Las olas que no dejarán de golpear las rocas aunque sea de noche


Llegados a este 8 de marzo de 2019 me pregunto qué mujer nace con la intención de llegar un día a tomar la decisión de abortar. Visto lo visto en televisión no está demás volver al viejo tema que acaba sacando a las mujeres la misma frase: qué sabrá ese tío lo que es tener a un bebé dentro. Esas mujeres se refieren a esos políticos que empiezan a hablar de la baja tasa de natalidad pero acaban uniendo de la forma más retorcida ese problema con la sensación al ver la ecografía de un feto de 20 semanas. Al parecer el emocionante momento que vive una mujer cuando el ginecólogo le presenta en una enigmática pantalla el feto de 20 semanas que ansía vivir impediría a cualquiera tomar la decisión de abortar.  Evitando esos abortos, dirán esos políticos, se incrementarían los nacimientos. Esa retórica del aborto quizá pretenda llegar al votante femenino pero lejos de pensar en ellas lo que persigue es una alarmante desprotección legal y moral en el siglo XXI que promete, por cierto, ser el de las mujeres.

Las ideas de esos políticos sensibleros los escuchan las paredes del parlamento ahora disuelto. Y esas recomendaciones pretenden adherirse no sólo a esas respetables paredes sino también a ese mullido y cálido útero colectivo como si fuera el ágora de los pensamientos progresistas. Sin embargo, una verdadera democracia madura y crítica no dejaría que esas ideas fecundasen en su sede más representativa. No permitiría esa manipulación por parte de políticos que se atreven a persuadir de la forma más falaz. Todo comienza con unas palabras intentando maniobrar la argumentación que apela a las emociones para acabar legislando con las vísceras, la testosterona y sobre todo con la más rancia y conservadora nostalgia machista. ¿A quién no ha chirriado que un político se atreva a defender unas ideas políticas basadas en una traumática experiencia personal? ¿El bien común de las mujeres y de las vidas que están por llegar está sujeta a tan estrecho punto de mira?

Querido político, el más preciado feto que se pueda engendrar jamás se encuentra en la cabeza de una persona sin llegar ni siquiera a un día de gestación. Es ahí, en la cabeza, donde se deberían hacer las ecografías anunciadoras de las que usted habla. Las concepciones no se dan como algunos creen en el útero sino que primeramente se gestan en la cabeza. Es ahí donde debería empezar el verdadero embarazo. Nos embarazamos de ideas como seres humanos –y no animales- que somos. Oriana Falacci en su libro Carta a un niño que nunca nació lo describió con un maravilloso lenguaje. Cuando escribió sobre una luz que hace que una célula empiece a dividirse sin cesar. Pero esa luz primigenia es una idea, un sueño, un deseo en la cabeza que desemboca en una  ininterrumpida creación de células parecida a la llegada de las olas del mar. Y esas incesantes olas llegadas con la misión de explotar en un parto como rocas en una costa salvaje son  las que provocan una incipiente y frágil vida que nace a través del vientre de una mujer. El de Falacci es un libro que desborda sensibilidad y es desde esa sensibilidad desde donde la mujer defiende su derecho a elegir si quiere dar o retirar la vida. Se trata, no olvidemos, de una vida que la mujer tiene la misión biológica de transmitir con preferencia. ¿Acaso no merece esa mujer más respeto y consideración si es ella la elegida por la naturaleza para semejante misión?  

Debemos educar las mentes para evitar niños no deseados. Por eso necesitamos una educación sexual de calidad que paradójicamente los que supuestamente más defienden la vida luego tanto rechazan. Es así de simple, si hay más educación habrá menos orfanatos. Las parejas que adolecen de esa educación y de una planificación familiar razonable son las que luego peor responden como madres y padres. Por eso a los supuestos defensores de la vida, les preguntaría, qué tipo de vida es la que defienden. ¿La de una mujer que no es capaz de asumir la responsabilidad de ser madre? ¿La de una madre que criará a un niño inestable que  a su vez será una carga para la sociedad? Un niño feliz necesita primeramente una madre también feliz.

A ese político se le olvida que este mundo guarda en sus entrañas violaciones, incestos, y también dramáticos descuidos que pueden convertir en contra su deseo a una mujer en responsable de una vida que le viene como una ola demasiado grande. En algunos países es posible por ejemplo que una mujer tenga en brazos a un bebé con el rostro de su violador. Pero en un mundo injusto y salvaje por naturaleza tenemos la ley que a veces nos protege y la medicina que otras veces nos salva. Dentro del derecho existe por ejemplo una ley que protege a una persona por matar en defensa propia. Si se me permite este paralelismo, ¿por qué no se contempla que una mujer esté legalmente amparada si quiere abortar también de alguna manera en defensa propia? Por ejemplo, para que su vida y la de su hijo no naufraguen de manera trágica al verse por primera vez después del parto. Algo que no significa que abortar sea deseable ni que no deje secuelas. ¿Pero cuándo matar es un acto que alguien elegiría cabalmente aunque fuera en defensa propia? Se trata de una medida excepcional y no privilegiada, generalizada, ni caprichosa.

Cuando las mujeres defienden el aborto en el fondo sueñan con una maternidad digna que repercuta en una sociedad mejor. Reivindican tener voz ante políticos que nunca han abortado ni abortarán jamás y sin embargo se atreven a discriminar públicamente a las mujeres que han podido tomar esa difícil decisión. La naturaleza es salvaje. La sociedad en cambio aspira a la civilización que contempla el oscuro abanico de maneras de convertirte en madre. Las olas, como las vidas que reclaman nacer, no dejarán de golpear las rocas aunque sea de noche. Algunas vidas llegarán como turbias y agitadas aguas con la intención de hacer perdurar para siempre esa noche en la vida de algunas mujeres. Pero nosotras reclamamos el poder de conceder esos nacimientos como si hiciéramos un pacto con Neptuno y su reino marino. Todos pertenecemos a ese inmenso océano que sigue la cadena de la vida como un instinto natural. La humanidad sin embargo no se construyó únicamente sobre esos cimientos instintivos que puedan despertarse al ver una ecografía. Soñamos con ser definitivamente dueños de nuestra vida y sobre todo seguir siéndolo después de ser padres o madres. Esta es la maternidad y por lo tanto la sociedad que defendemos ante esos políticos con una engañosa alma de mujer. Esta es mi carta a la señora Pablo Casado. ¡Feliz 8 de marzo! La batalla continúa.         

Fotografía: Elliott Erwitt, 1953. Fuente: Magnum Photos.