viernes, 11 de marzo de 2016

Lo que no debería tener fin



Pérez-Reverte. Las mañanas dominicales mientras leo sus palabras. Como muchos de vosotros, supongo. Me atrevería a decir, y no creo que exagero cuando digo que han contribuido en parte a que sea la que soy. Le dedico toda mi atención al artículo sin hacer simultáneamente nada más. Es decir, primero desayuno y después viene el premio. En una de sus últimas piezas relataba el escritor la dicha que suponía para él quedarse sin ir al colegio con ocho o nueve años a causa de un catarro que curaba en la cama rodeado de sus queridos libros. Aquello suponía un día de felicidad para don Arturo. El recuerdo de aquel gozo con sabor a jarabe de fresa y a libros todavía le acompaña más de medio siglo después y, me pregunto si llevaré también conmigo, allá donde la vida me lleve, la felicidad que siento al leerle los domingos.   

Ha llovido mucho desde el 11 de septiembre de 2001 y aún me acuerdo de la historia narrada por Pérez-Reverte en un artículo inspirado en el atentado de Nueva York. Un hombre enamorado que había llegado a alcanzar su sueño y que quería compartir telefónicamente esa alegría con su mujer. Una llamada en una de las torres en la que se veía a la vez que un avión volaba muy bajo. Este atentado no lo retransmitió don Arturo como periodista en la televisión pero la huella de los largos años como reportero de guerra se respira en muchos de sus artículos. Ya está amarillenta una página del 12 de noviembre de 2006 que guardo en mi habitación en la que Pérez-Reverte escribía sobre una chica valiente de cuya audacia me quería, al parecer, dejar contagiar. Conoció Pérez-Reverte a esta chica en Mostar y lamentaba no haberle mostrado más simpatía mientras iban juntos en un blindado. Un reciente artículo del escritor de Cartagena también tenía como escenario la guerra. En este caso, el homenaje iba para Gervasio Sánchez, cuyas andanzas con Pérez-Reverte recordadas en el artículo me sacaron una gran sonrisa. El mar es otra constante en los pensamientos y palabras del escritor cartaginés. Sus lectores conocemos la bibliografía marítima imprescindible, la literatura con olor a salitre. Guardé en su día aquel memorable artículo titulado Borrascas perfectas en la que el mar es una metáfora de la vida. Pero entre sus artículos hay uno en el que algún día me gustaría ver mi rostro reflejado. Se trata de la carta dirigida a una hija llamada María. Una inolvidable oración sobre la patria que más merece la pena: la cultura.

Aparte de sus artículos, Pérez-Reverte me ha contagiado muchas expresiones y maneras de mirar. Guardo para mí esa imagen tan suya del romano sereno en la ventana de su biblioteca mientras los bárbaros saquean Roma. Le debo a él también la expresión “llenar la mochila” cuando habla de los clásicos como los grandes maestros que alimentan los estómagos que no se llenan con pan. Llevo conmigo su adoración por Roma o por París y cuando le saliva el colmillo antes de escribir un artículo. Recuerdo sus días en los que saludaba en la revista a su vecino “el perro inglés” cuando se refería a Javier Marías, al que también leo gustosamente los domingos. No soy amiga de los “buenos días a todas y a todos”, ni de la desmemoria, Disneylandia, ni tampoco de los lameculos. Se lo debo en parte a él.


En muchos de sus artículos leerás que las ardillas cruzarían la península saltando de idiota en idiota. Sentirás la cultura como analgésico. Te reirás con el bar de Lola y las piernas o el escote de la camarera. Las librerías y a la Plaza Mayor de Madrid. Dumas, Lope de Vega o Thomas Mann. Pérez-Reverte y mis gozosas mañanas de domingo que son una prolongación de los suyos de niño enfermo en casa rodeado de libros. Algo que no debería tener fin. 

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