domingo, 24 de diciembre de 2017

No existen las luces de Navidad



En lo alto de la playa de la Zurriola de Donostia hay una casa preciosa. Una casa que hace soñar a los ojos que desde abajo sea invierno o verano lo miran admirados. Solo hace falta imaginar el panorama que se contemplará desde la ventana de esa casa para pensar en su afortunado dueño. Un paisaje que casi curaría a enfermos que lo divisaran con sus ojos. En la ladera del monte Ulía podrás ver muchas casas pero no tantas situadas tan privilegiadamente como esta. Esta casa o mansión está casi en la colina y construida en un mirador que es la envidia del barrio de Gros, situado abajo del monte. Porque ese mirador en la cumbre está casi encima del mar y solo le acompaña una casita situada al lado que en el pasado sería de los criados. Es una mansión a la vez humilde y mágica con un inmenso ventanal, su fachada de piedra, el pequeño jardín y un tejado de otros tiempos y otros países. No falta nada. Después de subir el monte Ulía sin embargo, esa magia a veces se transforma en otra sensación. Ya que si observas la casa de cerca en su soledad y lejanía respecto a la ciudad y lejos también de los estilos arquitectónicos actuales la envidia que despierta deriva en escalofrío. Por eso, la mansión bien podría aparecer en una película de Hitchcock o ser el centro desde donde un escritor de novela negra podría inventar el asesinato perfecto. Es la casa del suspense por lo que la he bautizado a menudo como la casa de Agatha Christie como homenaje a la autora de Asesinato en el Orient Express que ahora se puede ver en los cines.     

No sé nada de los dueños de esa casa, lo cual tiene considerables ventajas. Esto me permite dar rienda suelta a la imaginación como hago cada vez que paso por allí y “veo” a Agatha Christie creando historias en su escritorio con vistas a la Zurriola. No, nunca veo a nadie fuera de la casa. Tan sólo un perro que ladra desesperadamente ante mi presencia sorpresiva. Entonces acuden a mi mente habitantes de casas encantadas que nunca han salido afuera. ¿Tal vez el dueño taciturno de la casa es un viejo gruñón que pasa las horas encerrado en esas cuatro paredes sin contacto con el exterior? De lo que no hay duda es que el horizonte infinito parecerá adentrarse en ese espectacular salón, quién sabe cómo decorado, en el cual es también fácil visualizar una fiesta secreta y exclusiva en la noche donostiarra. Y es que el misterio que destila esta casa se acentúa cuando una luz brilla a las noches como si fuera un faro en lo alto del monte. Es la iluminación de la casa que se parece a un pequeño resplandor dorado en la oscuridad del monte Ulía. Alguien vive en la casa, de eso no cabe duda cuando anochece. Y, ese halo de misterio dispara la imaginación y a la vez le mantiene a uno en la distancia.     

Me pregunto si en Nochebuena emitirá también ese ignis fatuus la casa de Agatha Christie como una estrella fugaz. Porque yo me encontraré lejos de ella para comprobarlo desde la playa nocturna. Quién sabe quién acudirá como invitado a esa casa de cine en la noche de hoy. De momento, no he distinguido una iluminación especial relacionada con la Navidad. Pero puestos a imaginar, si me invitara Agatha hoy a la cena de Nochebuena en su casa me sentiría sin ninguna duda en una novela o en una película. Llegaría a la puerta de la casa sin una noción de lo que me encontraría salvo la vista idílica. Entonces llevaría una botella de vino como regalo no sin antes temer que me envenenaran la copa como bien corresponde a una película de suspense. Estaría entonces en el epicentro de la luz, en la casa del misterio, ¿sola?

Pero lector mío, no existen las luces de Navidad. La elegancia inherente como la de esta casa no tiene necesidad de muchos adornos. Y en estos días esa elegancia me dice que verdaderamente cuenta el brillo de los ojos de aquellas personas que queremos. La mirada de aquellos a los que queremos: esas son nuestras luces de Navidad; esas son las luces que nos alumbran. Un año más, acude hoy a esa cita como si te hubieran invitado a esta misteriosa casa. Sólo con la certeza de sorprenderte con la noche estrellada sobre la playa de la Zurriola y nada más. Despréndete de los prejuicios que te impiden vivir el misterio de ese rostro que tienes en frente en la cena de hoy. La luz que te llega de esos ojos es hija de ese resplandor al borde del mar. Y es esa casa del misterio la que nos llama a redescubrir de nuevo esa mirada como si fuera la primera vez. ¡Eguberri on! ¡Feliz Navidad!

En la fotografía: el monte Ulía sobre la playa de la Zurriola de Donostia. 

domingo, 10 de diciembre de 2017

La caja de turrón




Se me acerca un niño. Y lo hace entusiasmado por enseñarme lo que sostiene en sus diminutos dedos. Mira, mira. ¡Fíjate en lo que acabo de encontrar! ¿Qué será esto? pregunta a su maestra. A mí. Lo que me muestra puede ser un botón o los restos de hilo que quedan de ese botón. Puede ser un insignificante trozo de papel con forma de lenteja. Puede ser una cuenta de una pulsera que se ha roto o tal vez algo que ni siquiera tiene palabra porque aparentemente no es más que una forma extraña y brillante. Esa insignificante cosa, eso sí, es mínima en sus dimensiones siempre que se repite la escena. Siempre que vuelve a aflorar ese momento de extrema belleza que se parece a una revelación. Cuando esa persona de 4 años con tendencia a dejarse llevar por esos instantes de emocionantes hallazgos y por la curiosidad, me quiere hacer cómplice de su descubrimiento y me regala generosamente su valioso objeto. Gracias a mi profesión soy dueña de numerosos objetos desconocidos como los que he mencionado y he decidido guardarlos como se merecen las cosas inútiles que sin embargo tienen gran valor. Les he preparado una metálica caja de turrón. Porque no sé si tú, pero yo, lector mío, ya he empezado a comer turrón a las puertas, como nos encontramos, de la Navidad.   

Lo que me hacen vivir mis alumnos y sus objetos de irresistible inutilidad no es en absoluto ajeno a la escuela. Cuando veo venir a un niño y sus manos custodiando el preciado tesoro  asisto a un fenómeno con nombre y apellido. Y siempre que aparece en mis manos un nuevo tesoro, este me roba una sonrisa. A cambio de esa sonrisa, me llega en forma de regalo el recuerdo de una gran mujer.  Una mujer audaz que gracias a su observación sistemática y rigurosa de la evolución del niño creó una metodología de enseñanza que hoy todavía sigue ganando prestigio. Hablo de la primera mujer médico de Italia, la irrepetible  Maria Montessori. Y los objetos que guardo en la caja de turrón son la prueba de algo que descubrió ella y que ahora vas a conocer.

Montessori identificó periodos sensibles en los que el niño abre transitoriamente ventanas al desarrollo que la neurociencia actual además ha corroborado. Así, existe por ejemplo, el periodo sensible del lenguaje de 0 a 7 años que nos muestra que un niño que no ha estado expuesto al estímulo lingüístico (y no ha adquirido el lenguaje) no lo podrá hacer en el futuro al caducarse en cierto modo ese periodo sensible. Existe pues a propósito de mis tesoros, otro periodo sensible que diagnosticó Montessori que hace referencia a mi caja de turrón. Se trata del periodo sensible de los pequeños objetos que aparece de 1 a 7 años. Montessori vio que el niño siente una irrefrenable atracción por los objetos pequeños que no es sino un instinto por indagar en la naturaleza de los objetos y los procesos vitales. Por eso, Montessori animaba a los educadores a ofrecer a los niños semillas o cáscaras de frutos secos, siempre y cuando se evitaran peligros. Y es la prueba inequívoca de ese descubrimiento montessoriano del periodo sensible de objetos pequeños que se me revela con mis alumnos, la que renueva como una gota en la piedra mi admiración por ella y también el amor hacia lo que hago.

Es gracioso. Cuando queremos que un niño experimente la fascinación estética por un bello paisaje y le acercamos por ejemplo a una playa inmensa. O a un campo nevado. Y el niño, no en un arrebato de desprecio por nuestra invitación claro está, siente preferencia por la concha diminuta al horizonte fotográfico. O se queda con una aceituna de papel que ha descubierto entre piedras en mitad del paisaje nevado que nos impresiona a los adultos.  Estas pequeñeces me acercan la grandeza de Maria Montessori. La incansable lucha de una mujer brillante en un mundo de hombres. Y me recuerdan también el valor de las cosas que no tienen valor.

Cómo cuentan los detalles insignificantes, alumbradores de ¡oh, las grandes preguntas del hombre! Porque es irónico que aquellas cosas que despierten nuestro asombro sean tan inútiles como una servilleta con una nota significativa o la lluvia que golpea musicalmente nuestra ventana. Mi caja de turrón es el dulce eco de ello. Y esos objetos desconocidos celosamente guardados, tan inútiles y simples, no son para mí sino perlas del conocimiento.  

En la fotografía: Maria Montessori en Londres (1951).