domingo, 30 de septiembre de 2018

La estremecedora belleza de los semáforos en rojo carmín




El pasado viernes todos los pasos de cebra y semáforos que tenía que atravesar para llegar a mi trabajo estaban en rojo. Vaya, los semáforos están de una coquetería que no se han olvidado del carmín para sus labios. ¿Acaso es porque es viernes? ¿O tal vez estoy en la avenida de los Campos Elíseos de París? Así intenté consolarme. Pero este inoportuno contratiempo no me ocurrió sólo entonces.  Sucede con demasiada frecuencia. Y tanta es la frecuencia con la que esa luz roja aparece en mis carreras a las 8:00 de la mañana que saco curiosas, y hasta extrañas, conclusiones.

Ese rouge me pone a filosofar de mi vida. Porque pienso que el curioso fenómeno de que el semáforo se ponga en rojo justo al llegar al paso de cebra tiene que ver con algo muy propio de mi vida. Más aún. Que la inconveniencia tiene que ver con mi destino en el caso de que el destino exista. Que el despropósito de que los semáforos como muy generosos parpadeen en verde y me den 3 segundos para cruzar corriendo el paso de cebra pertenece a una parte muy esencial de mi vida. Que tiene que ver con el camino en mi vida y no con un simple paso de cebra cualquiera. Incluso sufrí esta misma circunstancia en el momento de nacer. Vine al mundo cuando el año 1983 casi se iba a acabar y se iba a poner en rojo. Nací cuando el otoño llegaba a su fin. Cuando en el zodiaco tocaba casi cambiar de signo. Desde luego, de no haberme dado un poco de prisa como mínimo hubiera nacido al año siguiente. Lo que hubiera determinado sustancialmente mi vida. Pero al parecer decidí correr un poco como hago a veces en los semáforos. Y alcancé de forma apresurada la otra orilla del asfalto justo a tiempo para nacer a finales de diciembre. ¿No es esto demasiada casualidad?  
   
Es tan cierto como cruel: ¿cómo es posible que se repita la misma escena? ¿Que los semáforos se pongan en rojo justo cuando yo aparezco aunque no sea siempre a la misma hora? Como cabe imaginar, cuando esto ocurre no me queda otra opción que correr rápidamente si quiero verdaderamente evitar esperar los incómodos minutos hasta reanudar la marcha con el semáforo verde. Es decir, tengo que correr con bolso y agenda en mano delante de los conductores de coches por humillante que para mí a veces resulte la escena. Cuando aún no se me ha evaporado el brillante sudor de la ducha de la mañana. Y parece que el sólo atravesar el paso de cebra corriendo me hace sudar como en una interminable carrera. Con las despreciativas miradas de los conductores que parecen espetar, anda nena ¡muévete!

La otra alternativa es esperar aspirando el desagradable humo de los coches mientras intento contener la inercia de mi cuerpo. Lo que ocurre –y aquí llega el problema- es que odio esperar en los pasos de cebra. Detesto esa súbita y abrupta parada al borde de la acera. Es como si alguien tratara de impedir que siga mi camino. No sólo mi camino al trabajo sino mi camino en la vida. O como si alguien me pusiera una repentina trampa para que yo tontamente tropezara. Va más allá. Esa parada con el semáforo con los ojos enamorados no tiene nada que ver con el amor. Esa odiosa pausa es para mí eterna y además, ladrona. Y a esas horas de la mañana desprecio especialmente ese disimulado robo de mi tiempo. Precisamente cuando se trata de esos minutos que has perdido por retrasar tu hora real de levantarte de la cama. No la hora en que ha sonado por primera vez la alarma.

Y entonces cuando, oh, el semáforo me dice ¡stop! La pregunta filosófica llega de rojo como una luz provocadora y mordaz. ¿Por qué no te gusta esperar? ¿Eres una persona que no sabe esperar en la vida? Detener el ritmo, ¿eso qué es, Edurne? ¿La vida tiene ritmo? Estas preguntas filosóficas siguen a las 8:15 de la mañana. Y entonces aparece el dilema. ¿Qué debería hacer cuando el semáforo está a punto de emitir esa luz parecida al láser? ¿Esperar hasta que vuelva a ponerse en verde o bien correr para aprovechar esos últimos segundos? Se trata casi de adoptar mi filosofía de vida. Esperar o correr, he aquí mi extraordinario dilema existencial. La primera opción lo asocio con la prudencia, la virtud, el pensar en el futuro, el posponer las gratificaciones inmediatas o las a veces fáciles recompensas. Lo relaciono con el silencio, la calma, la contención, la humildad. El correr sin embargo es para mí el vicio, la pasión, el grito, el exprimir el momento. Es el aquí y el ahora. Es la emoción, incluso la avaricia, el querer siempre arañar un segundo más. En definitiva, no conformarse.

¿Pero el éxito en la vida no se basa en muchos casos en saber esperar? ¿No es precisamente bello que eso llegue después de una larga espera? Por ejemplo, saber esperar el momento para gastar un dinero ahorrado, evitar el picoteo y esperar a la comida de verdad, esperar al trabajo que te dignifique y no te utilice, esperar que la verdad aflore mientras la mentira no se pueda sostener más, esperar la llegada a la plaza del Obradoiro en el Camino de Santiago, esperar a encontrar las palabras adecuadas y el momento adecuado para decir algo, esperar la llegada de un bebé, esperar a que la justicia dicte con los ojos vendados el veredicto final, esperar a la persona adecuada, esperar hasta llegar a la cumbre de una montaña o la meta de una carrera, esperar la muerte o el derrocamiento de un dictador, esperar el estreno de una película que ansías ver, esperar a que una planta florezca, esperar pacientemente una cita…

Nadie lo puede negar. La espera nos mantiene vivos.  Y por eso es esa espera, sin duda, tan estremecedora. Por mi parte, dudo de que de repente empiece a pararme de forma civilizada en los pasos de cebra. Como ya habrás podido intuir los pasaré corriendo de mala manera. Apurando el último segundo de los conductores con el freno dado y el rojo del semáforo reflejado en sus cristales y retrovisores a las 8:25. Si fuera siempre el mismo coche el que esperara en mis pasos de cebra me identificaría como la transeúnte que siempre corre al límite. Por poner un caso, si este mismo conductor fuera algún espía que intentara matarme con la ayuda de un sicario, lo tendría fácil en un semáforo. Quedaría muy disimulado porque siempre los paso inconscientemente. Siempre voy corriendo con el semáforo casi en rojo. Atravesando peligrosamente el umbral obviando el riesgo. Ahora bien, después de esta descarada pista que dejo aquí, más que una muerte disimulada la mía sería una muerte anunciada. Se trataría del asesinato perfecto si no fuera por el pintalabios de color carmín que siempre deja huella en algún cuello, en alguna sábana o en este caso, en un algún paso de cebra a las 8:30 de la mañana en San Sebastián.

Imagen: La espera de Gao Xingjian (Premio Nobel de Literatura en el año 2000). El escritor tiene una obra pictórica además de la literaria.  

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