lunes, 23 de julio de 2018

Mi cerebro es una yema de huevo verde esmeralda



En el cerebro llueve, nieva, hace sol. Llueve, nieva y, a veces hace sol en el cerebro. En tu cerebro. Como en tu pueblo o ciudad en invierno o verano. Tenemos una aldea en nuestro cerebro. Un barrio a donde se sube por una enigmática escalera de caracol o una escalinata de película. Conduciendo por una preciosa carretera de costa llena de curvas. Se sube por una cuesta de hierba y flores silvestres que salen gracias al bombeo de agua que llega de las nubes. Porque estás en las nubes muchas veces en el cerebro. Se llega por un ascensor de cristal. Siguiendo a una banda de pájaros. Se sube a un avión para aterrizar en el cerebro. Gracias a una misión Apolo. Y después del alunizaje ahí arriba se celebra y se sufre. Se vive el placer y el dolor. Se trabaja, se habla y una se aburre mucho. ¡Tanto, como los bostezos de un gato!  Y, ¿quién no se ha enamorado intensamente ahí arriba, en el cerebro? La química del enamoramiento es maravillosamente adictiva ahí. Como la droga más dura. Tan buena que es seriamente perjudicial y peligrosa para el lugareño de esa aldea. En el cerebro se sueña dormido y despierto y, como decía Shakespeare la hierba crece de noche. La hierba de donde se pasean nuestros sueños. De donde parten y regresan nuestras ideas. Nuestras locuras y miedos. Pero vayamos más allá. ¿Qué hace sobre todo el cerebro ahora llueva, nieva o haga sol en pleno mes de julio? ¿En estos meses de viajes?

Cambiar. El cerebro cambia. Aunque a veces se mantenga intacta una esencia inalterable, el cerebro se transforma. Poco a poco pero sin detenerse se va moldeando. O mejor dicho, la vida, las personas y sobre todo los viajes van moldeando el cerebro con la plasticidad de una sedosa yema de huevo en tu cráneo. A veces esa seda se desparrama como un mantecoso líquido que dibuja sugerentes abstracciones en nuestra máquina de pensar pero sobre todo por encima de todo, hace manchones de color verde esmeralda en nuestra máquina de sentir que es el cerebro.   

La recién descubierta plasticidad cerebral es maravillosa y significa que no nacemos y morimos con el mismo cerebro. Que no viene todo dado en nuestras cabezas. Que de ninguna manera estamos determinados de por vida con las neuronas con las que nacemos como si fueran ahorros de dinero para toda una vida en el banco. Existe la neurogénesis. La creación de nuevas neuronas. Hay esperanza para creer que los cambios son posibles. ¿Acaso no has deseado un cambio en ti? ¿Un giro en alguien que quieres? No paramos de evolucionar. Y eso, insisto, da esperanza porque la vida que no te haya cambiado un poco no merece la pena. La vida que no te haya sometido a un viaje interior.    

Como decía el escritor danés Hans Christian Andersen “viajar es vivir”. Y cambiar el cerebro es lanzarte a esos viajes interiores y también sucumbir a los viajes por tierra, mar y aire. Y si hablamos de trasformación no encuentro actividad más idónea para una metamorfosis que no sea la lograda a través de un viaje. A la frase “viajar es vivir” añadiríamos por tanto que vivir es viajar. Vivir es cambiar el cerebro. Al menos, un poco. Y, en estos meses estivales nuestro cerebro está más sensible al cambio gracias a esas vacaciones ansiadas durante todo el año que nos llevan a todas partes y a la vez también al centro de nuestro ser.  

Viajar no sólo ayuda a transformar el cerebro. Ayuda a poner la atención en el presente. En el ahora. Como cuando te comes algo con sobrados deseos de saciar tu apetito y te concentras en el propio acto de comer. Viajar es pasear por tu interior a la vez que divisas ese paisaje tan diferente a tu vida cotidiana. Sientes que estás vacío de preocupaciones. Pero eres a la vez un vacío lleno de atención. Eso ayuda a ver las cosas de otra forma. Cambiar las conexiones de tu cerebro. Y regresar a tu casa de otra forma mientras esa yema de huevo en tu cerebro ha explotado de placer. De placer de divisar los asuntos cotidianos desde otro ángulo. La emoción es otro ingrediente fundamental de los viajes cerebrales. Porque la emoción es la puerta de entrada decisiva al cerebro. Por eso aquello que te emociona en un viaje no lo olvidarás en tu vida. Será una emoción sensorial llena de sabores y olores. De color. De paisajes con melodía. Te acordarás detalladamente hasta de la ropa que llevabas puesta. Cuando además llegues a integrar racionalmente esa emoción lograrás la operación perfecta para un gran viaje, una gran transformación. En otras palabras, integrarás el cambio en ti. Próximamente te acercarás a un país o al río de un pueblo y la historia de ese país o la estética de ese río te hablarán de tu propia historia personal. Encontrarás resonancias emocionales. Tu pensamiento más racional ordenará lo que haya sentido y será posible una elaboración de toda la experiencia. Y de esta manera te comerás a ese país como yo me comí a Irlanda. O mejor aún, Irlanda devoró lo que ya sobraba en mí con whisky y música, mucha música. Me comió a mí. Me dejó con lo mejor y lo necesario en el cerebro. Mi cerebro afortunadamente cambiante en un intenso día de lluvia, nieve o sol a donde se llega en un ascensor de cristal, por una sinuosa carretera llena de brisa, en avión, en una mítica misión Apolo, siguiendo a una banda de pájaros o qué se yo… 

Fotografía: Larry Towell, 1997. 

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