miércoles, 4 de abril de 2018

Si el rocío de mi llanto te pesa



Es curioso cómo nos conquistan algunas palabras sin nuestro permiso. Es un misterio comprobar que ciertos verbos y expresiones moran en nuestros corazones como cercanos allegados. Lo hacen, si todavía hubiera duda de lo contrario, empapados de nuestra sangre y oxígeno. Apoderándose celosamente de un espacio que nunca planeamos concedérselo. Engullendo poderosamente nuestro ser. Como una música que nos pertenece sin haberlo escuchado nunca. Y por eso quizá sonarán siempre en nosotros esas palabras mientras respiremos.

Es el caso de unas palabras que escuché una vez en boca de una profesora. Unas palabras que todavía acuden de vez en cuando a mi memoria. Las recuerdo quizá por la poesía que contenían. Por la imagen que la profesora quiso dibujar en nuestra vaga atención adolescente. Nos comportábamos de manera individualista en clase y aquella mujer quiso corregir esta tendencia miserable. Al parecer, no trabajábamos en equipo con la solvencia que ella deseaba en nosotros. No estábamos cohesionados como grupo. Tampoco conectábamos como alumnos solidarios y abiertos entre nosotros. La frase iba dirigida a nuestros corazones para generar el cambio. Y, la melodía sonó (y sigue sonando todavía) algo así.

Vosotros que os sentáis juntos en clase, que tomáis apuntes y compartís la mañana, la tarde, parte de la noche con la ayuda de café y cervezas. Vosotros, decidme ¿os conocéis? Conocer a tu amigo es saber lo que piensa. ¿Qué piensa tu amigo en el instante antes de dormir? ¿Qué le preocupa? No tiréis vuestro tiempo y conoced el corazón de vuestro amigo, de vuestra compañera de pupitre. ¡Pero…! Pero debéis conocerlo de verdad. La amistad es la experiencia más bella. La más sublime. ¡No malgastes tu vida sin cruzar el umbral que te separa de tu amigo! ¿No lo sabías? Tu amigo está al lado tuyo. Sentado a la espera de que salgas de ti. De que salgas para buscarle. La amistad, queridos alumnos. La amistad verdadera. Destapad el secreto de la vida plena, descubrid a la persona que tenéis al lado, por el amor de Dios. Abrid la puerta a la vida a pleno pulmón. Ninguna rosa es lo suficientemente bella sin un amigo con el que contemplarla. Ve al descubrimiento de tu amigo, ¡anda! Sea en Londres, en el desierto del Sáhara o en Honolulú.  

Estas palabras imprimieron la imagen de mi amigo en mi cabeza. Está en duermevela siempre. Y la visión de esa escena no me abandona. Lo imagino en su cama mientras una nube de dudas, miedos e ilusiones se cierne sobre su cabeza. En ese momento en que apagas las luces y se encienden los sueños. Según la imagen poética de mi profesora, penetrar en el pensamiento de mi amigo con los ojos cerrados sería todo un logro de la amistad verdadera. Pero además sería también una victoria de la imprescindible empatía para cocinar esa amistad. Esa empatía que concede la química del milagro. El milagro del encuentro auténtico con alguien. Dicen que las neuronas espejo que descubrió Giacomo Rizzolatti en nuestro cerebro deben de ser las culpables de esa química de la empatía. Es decir cuando atraviesas las millas que te separan de esa persona. Cuando por fin logras ponerte en sus zapatos. Cuando consigues acostarte también en esa almohada. La almohada de las preocupaciones y los deseos más íntimos. Con tu amigo.

Ahora bien, por la misma regla de tres esta fórmula de la empatía nos dice que hay que tener cuidado con quién te rodeas. Con quién te mezclas en el día a día, neurona a neurona, espejo con espejo. Debes vigilar a la gente que dejas que se aproxime a ti. Porque a causa de la interacción de estas neuronas antes o después te acabarás pareciendo a esa gente. Aunque los admires o los detestes. Imitamos lo que vemos desde niños. Y un niño empático, dicen, es observador en los detalles. Por eso hay que educar a los niños en esa empatía. En esa atención de los detalles. Haciendo que desde pequeños sientan como propio algo sucedido a su compañero.   
   
Seas niño o adulto empatizar con alguien es realmente un asunto complejo y difícil. Como si cruelmente estuviéramos dotados de pocas de esas neuronas prodigiosas. Esa triste limitación sin embargo no impide que a veces suceda la ceremonia del encuentro. El encuentro después de atravesar mares y montañas entre dos personas que sin embargo están frente a frente o al otro lado del teléfono. Ese tú a tú que, ay, hace la vida más liviana. Una mirada o una conversación que provocan un sentimiento de conexión y reconocimiento. Un espejo donde rebotan nuestras emociones hasta toparse en una fusión. ¡La extraordinaria experiencia de sentirnos ligeros de equipaje! La empatía es un arte. Un juego de equilibrio. La balanza donde hay que encontrar el punto medio. El punto para que esa emoción ajena que recibes no sea una carga excesiva. Para que la música de mi vida no te resulte demasiado triste, amigo. Tendré cuidado por si esta pena mía te aplasta. Has de poner atención por si tu desgracia me hunde, me ahoga, me sepulta en la nieve. Por si mi mirada te lanza a un torbellino de palomas negras en la noche. Bach lo escribió de manera infinitamente bella en La Pasión según San Mateo. Te ruego sensibilidad, querido. Por “si el rocío de mi llanto te pesa”.  


Fotografía: Chris Steele-Perkins, 1996.

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