viernes, 26 de agosto de 2016

Me sabe a oro








¿Son todas las medallas iguales? ¿Los deportes iguales? ¿Los logros y el sacrificio? ¿Y las ciudades olímpicas guardan diferencias unas de otras? A golpe de frías estadísticas la realidad se presenta confusa y sin matices. Y parece que las medallas de oro obtenidas en Río de Janeiro se pueden contar como piruletas en una tienda de golosinas una tarde de sábado. De esta manera, diríase que la medalla de oro del campeón olímpico de maratón, Eliud Kipchoge, se puede equiparar con el de Michael Phelps. Que las medallas obtenidas por mujeres son iguales que las logradas por los hombres. Que el tenis es igual al piragüismo o el bádminton. Que una medalla de EEUU vale lo mismo que una de Argentina. Que la nadadora siria Yusra Mardini es una aspirante a medalla más.


Si se trata de arrojar datos estadísticos me quedo con los que la web medalspercapita.com ofrece. Esta página facilita un ránking desde Atenas 1896 en la que Finlandia lideraría la lista con más medallas de oro en proporción a su población. Así, con 5.407.040 habitantes el país finés puede estar orgulloso de ostentar una medalla de oro por cada 53.353 habitantes con un total de 101 oros. De estos datos se desprende la conclusión de que la excelencia educativa –que incluye inversión en deporte- no sólo sirve para pavonearse en los informes PISA. Tiene consecuencias de gran alcance y un enorme impacto en el bienestar global de sus habitantes.


No sé si los deportistas olímpicos disfrutan de los beneficios del deporte. Quizá más bien desarrollan una capacidad de sufrimiento que difiere mucho de las ventajas de practicar deporte tres días a la semana. Por eso el deporte olímpico debería reconocerse en cierta medida como disciplina artística. Me refiero al arte de trasformar unos movimientos corporales en febriles instantes para siempre. En hacer de la superación una filosofía de vida. En comprimir durante unos minutos el metódico trabajo de décadas. En soñar con la ansiada perfección a través del juego.


Las medallas olímpicas cuelgan de cuellos que a su vez soportan cabezas artísticas. Son mentes que funcionan como centros de operaciones para fascinar al mundo. Psiques que son piezas clave a la hora de luchar por subir al pódium. Y es que las grandes batallas –también en la vida- se ganan, supongo, sobre todo con la cabeza. Así lo demuestra por ejemplo la gran Simone Biles cuya pasión por la gimnasia ha debido de jugar un gran papel para hacerse tan potente en la adversidad después de sufrir graves problemas familiares. Esa maravillosa resiliencia es tan o más merecedora de un oro como sus acrobacias sobre el espléndido tapiz olímpico.



Estas lecciones de vida son entre otras razones el motivo por el que da pena que se acaben los Juegos. En este sentido, los Juegos Paralímpicos enseñan y humanizan sin lugar a dudas, todavía más. Así, todos los deportistas son maestros y enseñan immensamente cuando dicen aquello de “esta medalla de plata, bronce o chocolate me sabe a oro”. Porque al margen de ese bombardeo de victorias, logros y oros en los medios nos deberían mostrar también las derrotas. Porque la vida va más de encajar fracasos que enmarcar victorias. Esto se traduce en saber transformar esa medalla de chocolate –o lo que sería lo mismo, esa medalla de barro- en oro. Las caras desencajadas de los deportistas por el disgusto y la decepción son también el más puro verso de la vida. Lo dijo Einstein: “las desgracias le sientan a la humanidad mucho mejor que el éxito”.






Fotografía: Raymond Depardon.

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