viernes, 24 de junio de 2016

El verbo subyugar



¿Subimos y bajamos del cielo? Así es como hablamos cuando en mi casa nos proponemos comer un poco de chocolate. El cacao nos transporta al mundo celestial y por eso sentimos que casi se acarician las nubes cuando tomamos ese manjar de los dioses. De hecho, el nombre científico del árbol del cacao confirma este símil con el más allá pues toma de la palabra griega Theobroma -que viene a significar “alimento de los dioses”- la denominación para este alimento sagrado.

Me cautivaba los sentidos. Era un arrebato escuchar la historia de Charlie y la fábrica de chocolate de Roald Dahl con mis oídos de 9 años. El primer libro que compré en una librería fue precisamente este donde Willy Wonka se parecía casi a un dios con las llaves de la eternidad. Corrí poseída por el chocolate Wonka a la librería de mi pueblo para comprar con mis ahorros el libro que nos leía nuestra maestra en clase. Amaba el instante en que Charlie comía un trocito pequeño del chocolate Wonka y olvidaba la pobreza que le rodeaba al mirar el mundo bajo el efecto embelesador del cacao. Le hacía soñar, le hacía seguir, creer. Era el elixir de la esperanza. La chocolatina que le regalaban por su cumpleaños le duraba mucho tiempo al comerlo trocito a trocito como si fuera la dosis justa para la joie de vivre. Aquella primera compra fue el primer síntoma de una larga enfermedad con las librerías. Hoy en día sigo padeciendo esos impulsos que me llevan a las tiendas de libros para poseer un libro entre mis manos. Esos momentos son de alguna manera otras formas de subir y bajar del cielo, alcanzar la eternidad en tanto que los buenos libros afortunadamente no se acabarán nunca.  

El verbo subyugar es perfecto para asociarlo al chocolate y también a los libros. Hablo cuando el chocolate te hace suspirar y trascender tu propio cuerpo. Y es que es similar al estado después de leer un buen libro. Cuando decimos que un libro nos ha gustado está muy bien. Ahora bien, cuando decimos que nos ha subyugado es como si dejaras de ser la persona que eras. Sales de tu cuerpo para después regresar. Diríase que estar subyugado es igual al estado después de un viaje en el extranjero. Algo ha cambiado en ti.  El chocolate evoca también ese viaje cuando dejamos que el cacao nos lance a una fuga de placer. Recordemos que el árbol del cacao surgió en la cuenca del Amazonas al necesitar del calor y la humedad para dar fruto. Los países colonizadores lo llevaron a sus colonias para hacer plantaciones que hoy en día marcan el cinturón del cacao con la línea del ecuador. Pasajes era el puerto de llegada de La Real Compañía Guipuzcoana de Caracas que hacía llegar el cacao desde el Puerto de La Guaira en Venezuela entre 1730 y 1785.

Hoy en día, el chocolate bien refleja la realidad de una parte del mundo ya que los países productores de cacao son, sin lugar a dudas, los exiliados del placer chocolatero. Y es curioso que aquí sea también paradójicamente un exilio (pero) instantáneo lo que buscamos cuando lo comemos para evadirnos de las penas que se reparten igualmente entre los ricos. Sin embargo, los humildes recolectores trabajan en la recogida de algo cuyo sabor verdadero desconocen. Desconocen qué es el derrite del chocolate en la boca, el sabor pegadizo en el paladar después de comerlo, la mágica mezcla que supone mezclar el cacao con el azúcar. No se imaginan qué es esa experiencia. Por eso se dice que el chocolate lo comemos los ricos gracias a las penurias de los pobres que recogen esas preciadas mazorcas. En esto podríamos decir que radica la amargura del cacao antes de mezclarlo con el azúcar en un país desarrollado. En la conocida fábrica de chocolate Zahor de Oñati trabajó Antón Azpiazu antes de crear un Centro de Interpretación del chocolate en Oñati. A él le escuché la historia de un africano que trabajó desde niño recolectando cacao hasta que emprendió un viaje de cuatro años andando hasta el estrecho de Gibraltar para llegar después a Bilbao. Jamás había probado, claro está, el chocolate. Por eso dijo “tanto sudor, tantas lágrimas, tanta sangre para probar el chocolate” al degustar el manjar divino. Medio mundo suspira por su sabor, la otra mitad (o más) sufre por hacerlo posible.  Los escritores entienden, sin lugar a dudas, este duro trabajo muy bien. Su trabajo artesano con las palabras es también, muchas veces, diabólico hasta llegar a acabar el proyecto. De ahí que nuestro cielo al comer chocolate o al leer se cocine en el infierno de otros. He aquí el alcance del verbo subyugar.

En la imagen: el puerto de Pasajes. 

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