viernes, 10 de junio de 2016

El camino al curro


El camino que recorremos para ir a trabajar se instala sin darnos cuenta muy dentro de nosotros y toma una parte de nuestro ser para siempre. Lo digo ahora que falta poco para que nos despidamos por un tiempo de recorrerlo. Para algunos afortunados llegan poco a poco las vacaciones. Una temporada en la que no deseamos ver ese recorrido ni en pintura al querer desprendernos de su relación con el trabajo. Pero ese camino está poblado de un universo tan nuestro que incluso nos acompaña cuando no lo atravesamos.

Pienso por ejemplo en la ocasión que nos brinda ese trayecto para deleitarnos con la belleza. Sin lugar a dudas, esa ruta nos da la lección –también cuando no nos pertenece más- de que todos los días, incluso en la pesadez de la rutina, tenemos un instante en el que la vida nos sorprende con algún espectáculo. Si hacemos un repaso de ese itinerario tan cotidiano nos daremos cuenta que en algún momento los ojos de todos buscan esa escena que tanto nos asombra mientras –deprisa o tranquilamente- queremos llegar a nuestros puestos. Ese bonito momento de todos los días surge como una recompensa del deber cumplido y de alguna manera transforma el camino al curro en paseo. Hagan un repaso de todos los caminos al trabajo que la vida les ha otorgado y de todos ellos recordarán algo con una gracia que les hacía más llevadera la carga del lunes.

Si hago memoria recuerdo por ejemplo “el deber” de recorrer el paseo de La Concha para acudir al trabajo o de, ahí es nada, cruzar el mismísimo Nervión. Ante estos marcos parece que todo se queda pequeño. Sin embargo, me refiero a la grandeza de lo pequeño cuando hablo de apropiarnos de esa vida que brota en nuestros ojos cuando divisamos lo bello. Esa hermosura que nos hace pensar que valió la pena levantarse un día más de la cama. Siempre me acompañará, en este sentido, la majestuosa cascada de un humilde río al que miraba todos los días. Era un ritual cada día que lo observaba dar gracias por semejante encanto, al lado de una sinuosa carretera con una preciosa cortina de árboles. Me hacía pensar en la fuerza de lo simple en la naturaleza, es decir, en este caso de los juegos de agua que tanto despiertan nuestra fascinación. Y, ¿existe algo más sencillo y bello que el agua que cae desde una altura?

Rescato de mi memoria otra joya que recibía como regalo cuando todos los días de madrugada en la lejanía distinguía el destello de la luz de un faro. Sentía desde el asfalto de la carretera la cercanía del mar de una forma mágica, con el encendido y apagado de ese resplandor, como si me fuera a proteger en los mares de la oficina. En otro itinerario, una grata pero muy diferente sorpresa matutina era cuando mi autobús hacía una parada en el lugar donde un chico especial para mí tomaba, a su vez, otro autobús que le llevaba al trabajo. Empezaba el día por tanto, con un pegajoso sueño que se iba cuando en la oscuridad de la marquesina “le veía” sigilosamente. ¿Era aquello un estímulo para soportar mejor el jarro de agua fría que era el despertador?

Otro aspecto clave en el amanecer de todos los días, es que nos muestra en nuestra ruta dónde está el este. Porque el lugar de donde salía el sol en otro de mis trayectos era un verdadero premio. Consistía en toda una ceremonia de la luz. Dos montes le daban entre ellos la bienvenida al sol y ese fulgor a su vez me alumbraba a mí en unos impresionantes amaneceres. La vida más tarde me recompensó asimismo con poder conducir el coche en una autovía con una privilegiada vista de otro conocido monte de afilado pico en la cima. Todos los días me preguntaba antes de verlo cómo se habría vestido ese día. Siempre estaba magnífico y diferente. Lo curioso fue cuando años más tarde mi ruta al trabajo me permitió mirar todos los días ese mismo monte pero desde una perspectiva tan diferente que casi resultaba irreconocible. Como la insinuación de que hay una sola verdad pero muchos caminos para llegar a ella. Esos otros ángulos me hablaban de la parte oculta de nosotros que cuesta conocer pero, sin duda, nos pertenecen.

En todos estos caminos, como en la vida, hubo de todo. Y recuerdo también la presencia de lo feo u obsceno en ellos, lo que de alguna forma pone piedras en la vía de cualquiera. Ahora bien, las piedras más pesadas son sin lugar a dudas, aquellas que nosotros mismos elegimos pegar a nuestros pies. Si nos encontramos a gusto en nuestro trabajo indudablemente vemos el camino mucho más bonito de lo que en realidad es. Esa es la razón por la que la pesadez se activa con frecuencia en la ruta al trabajo o tal vez, en el regreso a casa después de tragar muchas piedras durante una jornada laboral insatisfactoria. El camino al trabajo es una parte dentro un largo camino de la vida en la que lo importante, como dicen, no es llegar. En esas etapas diarias entre madrugones y prisas dirigirte al trabajo dejándote seducir por los detalles insignificantes será la mejor señal de que vas bien: sucumbir al misterio de esas personas que te cruzas todos los días y que nada sabes de ellas, al placer de la música que te acompaña y que siempre quedará asociada a ese paisaje que casi se mezcla con el sueño que tuviste un poco antes, a la extrañeza de las calles desiertas con una luz crepuscular, a la metódica costumbre de pasar por esa esquina todos los días a la misma hora, al gusto de escuchar el programa de radio mezclado todavía con el sabor del desayuno que, si entras a trabajar por las mañanas, te llama a la conquista de un nuevo día…

En la imagen: el monte Txindoki. 

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