lunes, 24 de diciembre de 2018

Eres el hombre de mi vida quería él escuchar en boca de todas las mujeres del mundo



Raskólnikov se había enamorado. Lo había pensado ella mientras elegía los colores para sus bocetos. Cuando el asesino inventado por Dostoyevski se encontró en ese estado poseído por un ardiente deseo. Cuando sólo respondía al impulso de regreso a la vida y de salvación por amor. Ese apasionado arrebato a orillas del Neva podía inspirar el título de una historia, se decía ella. Esos bocetos que ella realizaba tenían títulos que eran a la vez homenaje al arte y a la literatura. Ella los fundía en una sola expresión. Porque amaba a ambas artes a partes iguales como se quiere a veces por igual al padre y a la madre. Admiraba a Sonia Delaunay, Frida Kalho, Georgia O´Keefe, Vanessa Bell, Lee Krasner, admiraba a Natalia Goncharova… Porque, ¡oh! ¡El arte rescataba a los muertos! Salvaba a esos cadáveres que andan por las calles los mediodías y las noches. Los devolvía a la vida en vez de abandonarlos en sus tumbas de asfalto para siempre. Enterrados sin esperanza en sus rutinas de trabajo y ocio. En ese estado hipnótico de lunes a domingo por culpa de un péndulo de placer y sobre todo de dolor.


Raskólnikov se había enamorado de Sonia. Y nuestra pintora quería crear unas viñetas inspiradas en una escena de su novela favorita, Crimen y castigo de Fíodor Dostoyevski. Cuando el amor entre Raskónikov y Sonia resplandeció en cielos azules, grises, púrpuras. Cuando el fiel lector de Dostoyevski amó el tímido y a la vez febril fondo rojo como horizonte. El que fue testigo de una historia de redención. Porque si el asesino de San Petersburgo se enamoró… Si hasta él se dejó llevar por el corazón como un mar alocado en noviembre, todo, absolutamente todo en la vida era posible. Es más, el amor de Raskólnikov era como un axioma literario que servía para la vida. Para esa vida cuando la vida no se parece a la vida.

Cuando ella pintaba sabía que pocas veces en la vida, ésta se parecía a la vida de verdad. Por eso pintaba. Para que la vida fuera vida.  Los adultos tenían a menudo vidas grises. Aunque esos supuestos hombres maduros no se rindieran en el intento de lograr que la vida llegara a parecerse aunque fuera en un día, a la vida. Conocer a la mujer de su vida fue para Raskólnikov un día de vida en su vida. Quizá, la única de entre todas las que vivió. Cuando no se sabe por qué sucumbió a los ojos de Sonia como las últimas hojas de un árbol. Cuando éstas caen abatidas en las heladas de víspera de Navidad. Y mientras recordaba esa escena ella sonrió a la vez que sentía el impulso de releer a Dostoyevski. Porque este enamoramiento le daba esperanza y a la vez aportaba una prueba inequívoca de que la vida daba sorprendentes vuelcos hacia ella misma, la vida de verdad. Y de pronto se imaginó como en una película la continuación de la gran novela de Fíodor Dostoyevski. La que contaría la historia de amor entre el asesino y la prostituta en el siglo XXI.

Raskólnikov se había enamorado de Sonia y la prostituta, por ejemplo, necesitaría escapar de una mafia que traficaba con mujeres. Raskólnikov ayudaría en todo lo que pudiera a Sonia para sacarla de ese mundo. Pero ella al estar falsamente en deuda con esa mafia ellos amenazarían con matarla. Este chantaje haría que todas las noches la prostituta escribiera en su diario frases en caso de que le arrebataran la vida. Si al final lográis matarme, diría, habrá sido después de pensarlo mucho, cabrones. No habrá sido fácil quitarme la vida y en el caso de que así sea será siempre gracias a unas inteligencias al servicio de la maldad. La maldad a secas. ¿Pero acaso se puede llamar a eso inteligencia? Cómo fastidia utilizar esa palabra tan fascinante como es la palabra inteligencia para mezclarlo con la maldad. ¿Queréis salir impunes? Vuestros actos, decía, no dignificarán vuestra inteligencia. La vuestra será una inteligencia malograda. Porque matar en el fondo nunca fue un acto propiamente inteligente. No al menos en vuestro caso. Me mataréis, acababa siempre, pero antes o después se sabrá la verdad. Mientras, Ralkólnikov observaría en la mesa de la cocina a Sonia escribir en la penumbra. Y sentiría su sangre congelada en las venas.  ¿Y si Sonia le faltara algún día para siempre? ¿No había hecho él acaso lo mismo que ahora temía cuando asesinó a una anciana? Pintaré a Raskólnikov, pensaba ella, atormentado por completo con esas preguntas.

Se acercaban las vacaciones y había un vecino que le inspiraba especialmente para recrear el amor entre Sonia y Raskólnikov. Le había llegado la voz de que ese vecino del pueblo al que recientemente había llegado para trabajar en un instituto había matado a una anciana años atrás. Le llamó la atención esa casualidad y cuando el primer día de su llegada le cruzó por la avenida principal del pueblo mientras paseaba desorientada el rostro de ese hombre reflejaba el paso por la cárcel. Le inspiraba miedo y a la vez una enorme curiosidad. Sus facciones le enseñarían cómo debía pintar esas viñetas, se había dicho. Ahora bien, no le gustó nada cómo le miró el vecino y no dudó en decírselo a su novio.   

Y un miércoles, después de pasar todo el día en el instituto pensando en el momento de llegar a casa y ponerse a pintar a Raskólnikov atormentado -yo sólo quiero pintar y enseñar dijo ella una vez a su madre- se dio cuenta que le faltaba aguarrás. Debía comprar aguarrás sin falta a la vuelta de su hora de footing. El footing le ayudaba a despejarse para entregarse mejor a la pintura después por la noche. Era su momento más preciado del día. Pero antes de que llegara ese momento se dirigió a la puerta de su nueva casa en zapatillas para salir a hacer footing. Y para su sorpresa cuando salió se encontró con ese enigmático vecino en la puerta. Aprovechó entonces la circunstancia para intercambiar unas palabras con él y así ver su rostro de cerca mientras escuchaba el timbre de su voz. Le fascinaba coger ideas para sus trabajos mientras robaba rostros, ángulos y luces de su día a día. El vecino amablemente se dispuso a seguir la conversación. Hacía días que se había fijado en la inocencia y vitalidad de la chica y la deseó de forma fatal. Quería que ella como todas las mujeres fuera suya. Eres el hombre de mi vida quería él escuchar en boca de todas las mujeres del mundo. Sin duda en esa breve conversación Bernardo –así se llamaba el vecino- le iba a enseñar a Laura todo cuanto necesitaba aprender para pintar a Raskólnikov y Sonia esa noche. Ella amaba el arte. Pero desgraciadamente aquel día el arte no le pudo salvar como sí lo hacía por las noches. Quizá estas palabras la salven al menos del olvido.   

Fotografía: Werner Bischof, 1954. Fuente: Magnum Photos. 

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