La belleza de la casa vacía a punto de convertirse en un
hogar. Cuando esa vivienda es como un folio en blanco donde escribir una
historia. El vacío de otro vacío en forma de escultura. El lienzo en el que se
derramarán los colores de la vida. Porque la felicidad que se vivirá en esa
casa está llamando al timbre en el portal. Está limpiando los zapatos en el
felpudo. Está a punto. Y esa nada del presente invita a la imaginación de
planificar espacios, armonías, combinaciones. Escenas de la vida cotidiana del
futuro. Aquí va el sofá o allá se colocará la mesa que reunirá a una familia en
torno a una comida. Las paredes ahora desnudas pronto nos dirán algo de las
personas que vivirán bajo ese tejado.
Uno de los protagonistas de esa aventura doméstica está
estudiando el lugar idóneo para una pequeña escultura en esa casa. No es fácil
buscar ese punto donde la obra respire cómodamente. El lugar donde esas formas
luzcan de manera óptima. Porque hay espacios donde una obra pierde su fuerza y
no expresa todo lo que podría en unas buenas coordenadas. Se corrobora entonces
que una escultura no se acaba en el taller del artista. La obra culmina en ese
lugar donde permanecerá para ser contemplada. Ahí es donde la escultura parece
que le gana a la muerte. Porque hay obras que de tan mal colocadas están
abandonadas o muertas. Con una buena ubicación se diría que el artista modeló la
escultura pensando que se colocaría ahí. De hecho el escultor es así como planifica
sus proyectos: pensando en espacios para su idea. Cuando una obra llega a su
término en estas condiciones la verdad de la misma se completa con más energía.
Veremos que las esculturas casi nos cuentan historias diferentes dependiendo de
dónde se disponen. Ese hombre por eso estudia con metódica premeditación esa belleza
que quiere despertar en la escultura al encontrar su hábitat genuino. Quiere
que esa escultura que tanto ama esté viva en esa casa en la que ha puesto tanta
ilusión.
Antes estaba en el barrio de Amara de Donostia donde yo lo
conocí. En la plaza Aita Donostia. Pero según me cuentan la Paloma de la Paz de Nestor Basterretxea
vivió anteriormente justo al lado del desaparecido Kursaal de Gros. Hace
relativamente poco se mudó a Sagüés y volvió a oler la brisa de la playa de la
Zurriola. ¿Echaría en falta el mar? Porque es él quien vuelve a ser su vecino
más longevo. Siempre igual y a la vez diferente, el mar es el que más historias
tiene que contarle a la escultura de Basterretxea. ¿Sentirá nostalgia del
bullicio de los coches en la rotonda de Amara justo a un paso de Anoeta y el Hospital
Donostia? ¿Se ha encontrado definitivamente, el lugar óptimo de esta obra? ¿Ha
logrado Basterretxea con esta última colocación poner fin a su proyecto aunque
sea póstumamente? Si el artista era defensor de que la obra estuviera mirando
al mar estará contento allá donde esté, si bien no murió habiendo visto la obra
en el lugar donde se merecía. El Peine
del Viento y Homenaje a Fleming; Construcción Vacía; la Paloma de la Paz. Los tres grandes
escultores vascos –Chillida, Oteiza y Basterretxea- parecen los guardianes de
la ciudad frente al mar y, que sea la escultura de Nestor quien complete el
recorrido que va desde el Peine del
Viento hasta Sagüés –los dos extremos de la ciudad- parece responder a una
experiencia artística colectiva de estos tres grandes artistas. Como si el mar
y sus manos modelaran otra obra entre los tres. En este nuevo entorno la Paloma se divisa desde lejos y parece
incluso traernos un mensaje: igual que la obra de Basterretxea se observa desde
la lejanía, la violencia sufrida en esta ciudad también va quedando poco a poco
en la distancia del horizonte.
Las personas también debemos encontrar ese punto artístico
en la vida. Nuestro ecosistema. Rodearnos de personas que nos hagan crecer. De
ambientes profesionales que valoren nuestros dones y nos estimulen en la
autorrealización. Entornos naturales que nos hagan valorar la belleza. Parejas
que nos quieran tal y como somos. Gobernantes que trabajen por el bien común
que nos hagan creer en la equidad y la justicia. Amigos que nos permitan ser lo
que somos. Vecinos que nos hagan creer en la convivencia pacífica. Líderes que
nos refuercen nuestra fe en un mundo mejor. Pueblos que nos hagan respirar en
armonía y a nuestro ritmo. Ciudades que nos hagan soñar. Alimentos que
mantengan nuestro cuerpo sano y contento. Libros, música y películas que nos
abran la mente y nos consuelen. Ejercicios que mantengan el equilibrio entre mente
y cuerpo. Culturas que nos lleven a pensar que nacimos para vivir esta época y
no otra; que nos hagan creer en la humanidad o nos despierten un cierto optimismo
mesurado; que nos lancen al encuentro de la mejor versión de nosotros mismos.
Es necesario dar con ese sitio que nos saque lo mejor de nosotros. Todos
podemos encontrarlo. Se trata de averiguar para qué espacio fuimos ideados.
Cuando llega ese descubrimiento es señal de que podemos hacer arte con nuestras
vidas. Porque somos esculturas a la espera de ese lugar en una casa o mirando
al mar.
En la imagen: La Paloma de la Paz de Nestor Basterretxea en Sagüés.
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