Pérez-Reverte. Las mañanas dominicales mientras leo sus
palabras. Como muchos de vosotros, supongo. Me atrevería a decir, y no creo que
exagero cuando digo que han contribuido en parte a que sea la que soy. Le dedico
toda mi atención al artículo sin hacer simultáneamente nada más. Es decir,
primero desayuno y después viene el premio. En una de sus últimas piezas relataba
el escritor la dicha que suponía para él quedarse sin ir al colegio con ocho o
nueve años a causa de un catarro que curaba en la cama rodeado de sus queridos
libros. Aquello suponía un día de felicidad para don Arturo. El recuerdo de aquel
gozo con sabor a jarabe de fresa y a libros todavía le acompaña más de medio
siglo después y, me pregunto si llevaré también conmigo, allá donde la vida me
lleve, la felicidad que siento al leerle los domingos.
Ha llovido mucho desde el 11 de septiembre de 2001 y aún me
acuerdo de la historia narrada por Pérez-Reverte en un artículo inspirado en el
atentado de Nueva York. Un hombre enamorado que había llegado a alcanzar su
sueño y que quería compartir telefónicamente esa alegría con su mujer. Una
llamada en una de las torres en la que se veía a la vez que un avión volaba muy
bajo. Este atentado no lo retransmitió don Arturo como periodista en la
televisión pero la huella de los largos años como reportero de guerra se
respira en muchos de sus artículos. Ya está amarillenta una página del 12 de
noviembre de 2006 que guardo en mi habitación en la que Pérez-Reverte escribía
sobre una chica valiente de cuya audacia me quería, al parecer, dejar
contagiar. Conoció Pérez-Reverte a esta chica en Mostar y lamentaba no haberle
mostrado más simpatía mientras iban juntos en un blindado. Un reciente artículo
del escritor de Cartagena también tenía como escenario la guerra. En este caso,
el homenaje iba para Gervasio Sánchez, cuyas andanzas con Pérez-Reverte
recordadas en el artículo me sacaron una gran sonrisa. El mar es otra constante
en los pensamientos y palabras del escritor cartaginés. Sus lectores conocemos
la bibliografía marítima imprescindible, la literatura con olor a salitre.
Guardé en su día aquel memorable artículo titulado Borrascas perfectas en la que el mar es una metáfora de la vida. Pero
entre sus artículos hay uno en el que algún día me gustaría ver mi rostro
reflejado. Se trata de la carta dirigida a una hija llamada María. Una
inolvidable oración sobre la patria que más merece la pena: la cultura.
Aparte de sus artículos, Pérez-Reverte me ha contagiado
muchas expresiones y maneras de mirar. Guardo para mí esa imagen tan suya del
romano sereno en la ventana de su biblioteca mientras los bárbaros saquean Roma.
Le debo a él también la expresión “llenar la mochila” cuando habla de los
clásicos como los grandes maestros que alimentan los estómagos que no se llenan
con pan. Llevo conmigo su adoración por Roma o por París y cuando le saliva el
colmillo antes de escribir un artículo. Recuerdo sus días en los que saludaba
en la revista a su vecino “el perro inglés” cuando se refería a Javier Marías,
al que también leo gustosamente los domingos. No soy amiga de los “buenos días
a todas y a todos”, ni de la desmemoria, Disneylandia, ni tampoco de los
lameculos. Se lo debo en parte a él.
En muchos de sus artículos leerás que las ardillas cruzarían
la península saltando de idiota en idiota. Sentirás la cultura como analgésico.
Te reirás con el bar de Lola y las piernas o el escote de la camarera. Las
librerías y a la Plaza Mayor de Madrid. Dumas, Lope de Vega o Thomas Mann.
Pérez-Reverte y mis gozosas mañanas de domingo que son una prolongación de los
suyos de niño enfermo en casa rodeado de libros. Algo que no debería tener fin.
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