Nuestros móviles arden en
estos días. Nuestros inseparables aparatos trabajan al mismo tiempo que calientan los
fogones de nuestros cocineros de familia. Los apresurados chefs que sacian
nuestro apetito y que elevan también nuestro espíritu. Nos sirven un sinfín de
platos que alimentan algo más que el estómago mientras recibimos muchas
llamadas. Y entre llamada y llamada hay alguna que no podemos contestar. Por
eso la palabra “llamada perdida” forma ya parte de nuestro vocabulario
colectivo más básico. Tengo una llamada perdida de Fulanito, decimos. Ya
llamará otra vez. Tengo que devolver la llamada perdida a Menganito sin falta. Me
haces una llamada perdida cuando llegues a casa en Nochevieja, porfa. Y así
hablamos año tras año. Pero hay algo que también se repite -no en el móvil-
sino en la televisión de mi casa en los últimos días del año. En ese aparato
sucede algo que me conmueve profundamente. A veces me remueve más que todos los
buenos deseos imaginados con los ojos cerrados para el año que estrenamos. Y es
porque alguien llegó a mi vida a través de esa televisión en estos días del año.
Ese hombre no puede fallar en estas fechas.
Aparece siempre sin faltar.
No se le ocurre ausentarse en los días en que, dime qué nos deparará el 2019, se
abre el telón del nuevo año. Sabe que sin él pesan todavía más estos días de nostalgia
al cava. No necesita que le recuerde que su visita es como un bálsamo para la
herida. Quedo con él en el salón de mi casa. Y acude a la cita saliendo de la
tele y sentándose a mi lado en el sofá. Charlamos un poco, repasamos el año y
vuelve después a entrar de nuevo en la televisión hasta el año que viene. A mí
me reconforta su generosa presencia como pocas cosas en la vida. Os reiréis
pero este hombre no es un hombre cualquiera. Es él, Aleksandr. Mi querido
Sasha. El gran héroe del alma de esta chica a la que todavía no sabes por qué
lees pero que tiene una imaginación que parece estar servida en una copa de
vino o quizá en esa copa de cava que alzas en un alegre y a la vez efusivo
brindis gritando ¡salud!
En estas delicadas fechas
echamos en falta a los nuestros. A familiares que partieron antes de tiempo
como mi abuela a la que nunca conocí. Por eso añoro su presencia como la de
todos mis abuelos. Pero también tengo un recuerdo para otros familiares. Es
decir para esos allegados a los que estoy unida de otra forma. Estoy hablando cómo no, de mis escritores fallecidos.
Me acuerdo en la Navidad, por ejemplo,
de R. Walser. Cuando el escritor falleció un 25 de diciembre durante un paseo
en la nieve donde quedó en parte descansando –puro e inocente- eternamente. Por estas fechas me acuerdo
también de R. Kapuscinski que falleció después de las celebraciones navideñas
de 2006. Me importan porque son nuestros fantasmas, como diría Javier Marías.
Fantasmas de la literatura que deambulan en el pasillo de mi casa al lado de la
estantería de libros. O en la estación de tren en las madrugadas de febrero
cuando llevo en el bolso un libro junto a la manzana para el almuerzo. Cuando
espero al “cercanías” mientras mi respiración emite un humo que se confunde con
el invisible movimiento de estos fantasmas que me acompañan en la oscuridad que
va cediendo al frío amanecer.
Ese escritor y fantasma que
siempre me visita en el cambio de año llega a mi casa en el documental sobre la
historia secreta de uno de sus libros. El pasado 11 de diciembre él hubiera
cumplido 100 años si estuviera vivo. Y en ese importante aniversario
inauguraron una estatua del escultor Andrei Kovalchuk homenajeando su carrera.
La escultura estará en un parque público en una calle moscovita que lleva el
nombre de este escritor. Se trata del autor de Un día en la vida de Iván Denísovich, Pabellón del cáncer, El primer círculo pero sobre todo de Archipiélago Gulag. El mencionado documental
se adentra en la historia secreta de este último libro. La obra que destripa el
funcionamiento de los campos de trabajo rusos denominados Gulag. Archipiélago
Gulag es un homenaje a los millones de víctimas que se quedaron allí y las
dimensiones intelectuales y morales de esta obra traspasan todos los límites
que asociamos a la literatura porque es a la vez literatura y justicia lo que
hizo en este libro Aleksandr Solzhenitsyn, el invitado en mi Nochevieja.
El documental de Jean Crépu y de Nicolas Miletitch es una joya de la televisión que me reconforta cada vez que lo veo en Youtube. En él
aparecen algunas personas que ayudaron a Solzhenitsyn a escribir esa épica
obra. Entre otros fueron Nadia Levitskaia, Elena Tchukovskaia, Heli Susi o Elizabeth
Voronskaïa, fallecida esta última antes de la publicación del libro.
Solzhenitsyn reconoce en el documental que un hombre sólo no podía hacerle
frente a una maquinaria como era la soviética aunque fuera en la época
postestalinista. El espionaje estaba a la orden del día y había que engañar a
la KGB para llevar a cabo la redacción de este monumental libro. Los cómplices
o colaboradores invisibles de Solzhenitsyn hablaban en clave con él. El
documental relata detalles sobrecogedores de la redacción de Archipiélago
Gulag. Tras finalizar el proceso de escritura y cuando el manuscrito final llegó milagrosamente a Paris para ser algún día publicado en
Occidente uno de esos cómplices dijo por teléfono: “El análisis de sangre de tu
hermana ha salido positivo”. Eso quería decir que el manuscrito microfilmado
había llegado bien en algunas latas de caviar a París. El titánico trabajo de
Solzhenitsyn estaba en cierto modo a salvo. ¡Aleksandr y sus invisibles aliados
respirarían aliviados por un tiempo en Moscú! Y después de todo a uno se le
encoge el corazón cuando Sozhenitsyn tuvo que abandonar la Unión Soviética el
13 de febrero de 1974 para marcharse al exilio. Le retiraron la nacionalidad
soviética.
¿Qué haría Aleksandr Solzhenytsin
con un smartphone? Me pregunto si hoy en día tendría él un smartphone o un
legendario “troncomóvil” de Nokia. ¿Cómo
escribiría Solzhenitsyn Archipiélago Gulag en la era de Big Data? ¿Cómo puedo
ir hoy en día más segura por la calle, Aleksandr? ¿Con o sin smartphone? Estas
preguntas formularía al escritor. De lo que Aleksandr no dudaría es que nuestra
hiperconectividad apenas nos conecta de verdad. Sin móvil y sin Internet
Solzhenitsyn creó sin ironía la red más sólida y significativa que hubo nunca en la era
contemporánea. Es más, armaron la invisible telaraña de personas más útil de
todo el siglo XX. Y sin embargo, de alguna manera su alma se quedó tal vez sólo
e inmóvil para siempre en el aeropuerto nevado que vio envuelto en la niebla
antes de que su avión despegara para el exilio.
De ese hiperconectado aeropuerto
donde se encuentra Solzhenitsyn en forma de fantasma me hace siempre una
llamada perdida al final de año. Y eso en su lenguaje secreto podría significar,
“Feliz Año, Edurne. Voy ahora a tu salón”. El lenguaje permite estas cosas. Los
aliados de Sozhenitsyn emplearon el lenguaje para hacer el bien cuando dijeron
“El análisis de sangre de tu hermana ha salido positivo”. Sus códigos y mensajes en clave querían hacer
justicia. Nuestras palabras, como las personas, a veces tienden trampas o se
disfrazan de hipocresía navideña. Otras veces sin embargo invitan al juego o incluso
a la belleza. Porque incluso en el lenguaje se libra la batalla entre el bien y
el mal. La llamada perdida que me hace Sozhenitsyn se puede interpretar de
infinitas maneras. En ese juego del lenguaje que no es sino un juego de
interpretación o descodificación dos enamorados o incluso una familia tendrán
también su propio léxico, su universo de palabras que remite a su historia. Y precisamente
en ese juego de amor y en la búsqueda de la belleza me encontrarás a mí. En el eterno océano bravo del lenguaje. Hoy
junto a Sozhenitsyn deseándote un feliz 2019. Urte berri on!
Fotografía: Elliott
Erwitt, 1968. Fuente: Magnum Photos.
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