Raskólnikov se había enamorado.
Lo había pensado ella mientras elegía los colores para sus bocetos. Cuando el
asesino inventado por Dostoyevski se encontró en ese estado poseído por un
ardiente deseo. Cuando sólo respondía al impulso de regreso a la vida y de salvación
por amor. Ese apasionado arrebato a orillas del Neva podía inspirar el título
de una historia, se decía ella. Esos bocetos que ella realizaba tenían títulos
que eran a la vez homenaje al arte y a la literatura. Ella los fundía en una sola
expresión. Porque amaba a ambas artes a partes iguales como se quiere a veces por
igual al padre y a la madre. Admiraba a Sonia Delaunay, Frida Kalho, Georgia
O´Keefe, Vanessa Bell, Lee Krasner, admiraba a Natalia Goncharova… Porque, ¡oh!
¡El arte rescataba a los muertos! Salvaba a esos cadáveres que andan por las
calles los mediodías y las noches. Los devolvía a la vida en vez de
abandonarlos en sus tumbas de asfalto para siempre. Enterrados sin esperanza en
sus rutinas de trabajo y ocio. En ese estado hipnótico de lunes a domingo por
culpa de un péndulo de placer y sobre todo de dolor.
Raskólnikov se había
enamorado de Sonia. Y nuestra pintora quería crear unas viñetas inspiradas en
una escena de su novela favorita, Crimen
y castigo de Fíodor Dostoyevski. Cuando el amor entre Raskónikov y Sonia resplandeció
en cielos azules, grises, púrpuras. Cuando el fiel lector de Dostoyevski amó el
tímido y a la vez febril fondo rojo como horizonte. El que fue testigo de una
historia de redención. Porque si el asesino de San Petersburgo se enamoró… Si
hasta él se dejó llevar por el corazón como un mar alocado en noviembre, todo, absolutamente todo en la vida era
posible. Es más, el amor de Raskólnikov era como un axioma literario que servía
para la vida. Para esa vida cuando la vida no se parece a la vida.
Cuando ella pintaba sabía
que pocas veces en la vida, ésta se parecía a la vida de verdad. Por eso
pintaba. Para que la vida fuera vida. Los
adultos tenían a menudo vidas grises. Aunque esos supuestos hombres maduros no
se rindieran en el intento de lograr que la vida llegara a parecerse aunque
fuera en un día, a la vida. Conocer a la mujer de su vida fue para Raskólnikov un
día de vida en su vida. Quizá, la única de entre todas las que vivió. Cuando no
se sabe por qué sucumbió a los ojos de Sonia como las últimas hojas de un árbol.
Cuando éstas caen abatidas en las heladas de víspera de Navidad. Y mientras
recordaba esa escena ella sonrió a la vez que sentía el impulso de releer a
Dostoyevski. Porque este enamoramiento le daba esperanza y a la vez aportaba
una prueba inequívoca de que la vida daba sorprendentes vuelcos hacia ella
misma, la vida de verdad. Y de pronto se imaginó como en una película la continuación
de la gran novela de Fíodor Dostoyevski. La que contaría la historia de amor
entre el asesino y la prostituta en el siglo XXI.
Raskólnikov se había
enamorado de Sonia y la prostituta, por ejemplo, necesitaría escapar de una
mafia que traficaba con mujeres. Raskólnikov ayudaría en todo lo que pudiera a
Sonia para sacarla de ese mundo. Pero ella al estar falsamente en deuda con esa
mafia ellos amenazarían con matarla. Este chantaje haría que todas las noches la
prostituta escribiera en su diario frases en caso de que le arrebataran la vida.
Si al final lográis matarme, diría, habrá sido después de pensarlo mucho,
cabrones. No habrá sido fácil quitarme la vida y en el caso de que así sea será
siempre gracias a unas inteligencias al servicio de la maldad. La maldad a
secas. ¿Pero acaso se puede llamar a eso inteligencia? Cómo fastidia utilizar
esa palabra tan fascinante como es la palabra inteligencia para mezclarlo con
la maldad. ¿Queréis salir impunes? Vuestros actos, decía, no dignificarán
vuestra inteligencia. La vuestra será una inteligencia malograda. Porque matar
en el fondo nunca fue un acto propiamente inteligente. No al menos en vuestro
caso. Me mataréis, acababa siempre, pero antes o después se sabrá la verdad. Mientras,
Ralkólnikov observaría en la mesa de la cocina a Sonia escribir en la penumbra.
Y sentiría su sangre congelada en las venas.
¿Y si Sonia le faltara algún día para siempre? ¿No había hecho él acaso
lo mismo que ahora temía cuando asesinó a una anciana? Pintaré a Raskólnikov,
pensaba ella, atormentado por completo con esas preguntas.
Se acercaban las
vacaciones y había un vecino que le inspiraba especialmente para recrear el
amor entre Sonia y Raskólnikov. Le había llegado la voz de que ese vecino del
pueblo al que recientemente había llegado para trabajar en un instituto había
matado a una anciana años atrás. Le llamó la atención esa casualidad y cuando
el primer día de su llegada le cruzó por la avenida principal del pueblo mientras
paseaba desorientada el rostro de ese hombre reflejaba el paso por la cárcel.
Le inspiraba miedo y a la vez una enorme curiosidad. Sus facciones le
enseñarían cómo debía pintar esas viñetas, se había dicho. Ahora bien, no le
gustó nada cómo le miró el vecino y no dudó en decírselo a su novio.
Y un miércoles, después de
pasar todo el día en el instituto pensando en el momento de llegar a casa y
ponerse a pintar a Raskólnikov atormentado -yo sólo quiero pintar y enseñar
dijo ella una vez a su madre- se dio cuenta que le faltaba aguarrás. Debía
comprar aguarrás sin falta a la vuelta de su hora de footing. El footing le ayudaba
a despejarse para entregarse mejor a la pintura después por la noche. Era su
momento más preciado del día. Pero antes de que llegara ese momento se dirigió
a la puerta de su nueva casa en zapatillas para salir a hacer footing. Y para
su sorpresa cuando salió se encontró con ese enigmático vecino en la puerta. Aprovechó
entonces la circunstancia para intercambiar unas palabras con él y así ver su
rostro de cerca mientras escuchaba el timbre de su voz. Le fascinaba coger ideas
para sus trabajos mientras robaba rostros, ángulos y luces de su día a día. El
vecino amablemente se dispuso a seguir la conversación. Hacía días que se había
fijado en la inocencia y vitalidad de la chica y la deseó de forma fatal.
Quería que ella como todas las mujeres fuera suya. Eres el hombre de mi vida
quería él escuchar en boca de todas las mujeres del mundo. Sin duda en esa
breve conversación Bernardo –así se llamaba el vecino- le iba a enseñar a Laura
todo cuanto necesitaba aprender para pintar a Raskólnikov y Sonia esa noche.
Ella amaba el arte. Pero desgraciadamente aquel día el arte no le pudo salvar
como sí lo hacía por las noches. Quizá estas palabras la salven al menos del olvido.
Fotografía: Werner
Bischof, 1954. Fuente: Magnum Photos.
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