En el cerebro llueve,
nieva, hace sol. Llueve, nieva y, a veces hace sol en el cerebro. En tu
cerebro. Como en tu pueblo o ciudad en invierno o verano. Tenemos una aldea en
nuestro cerebro. Un barrio a donde se sube por una enigmática escalera de
caracol o una escalinata de película. Conduciendo por una preciosa carretera de
costa llena de curvas. Se sube por una cuesta de hierba y flores silvestres que
salen gracias al bombeo de agua que llega de las nubes. Porque estás en las
nubes muchas veces en el cerebro. Se llega por un ascensor de cristal. Siguiendo
a una banda de pájaros. Se sube a un avión para aterrizar en el cerebro.
Gracias a una misión Apolo. Y después del alunizaje ahí arriba se celebra y se
sufre. Se vive el placer y el dolor. Se trabaja, se habla y una se aburre mucho.
¡Tanto, como los bostezos de un gato! Y,
¿quién no se ha enamorado intensamente ahí arriba, en el cerebro? La química
del enamoramiento es maravillosamente adictiva ahí. Como la droga más dura. Tan
buena que es seriamente perjudicial y peligrosa para el lugareño de esa aldea. En
el cerebro se sueña dormido y despierto y, como decía Shakespeare la hierba
crece de noche. La hierba de donde se pasean nuestros sueños. De donde parten y
regresan nuestras ideas. Nuestras locuras y miedos. Pero vayamos más allá. ¿Qué
hace sobre todo el cerebro ahora llueva, nieva o haga sol en pleno mes de julio?
¿En estos meses de viajes?
Cambiar. El cerebro
cambia. Aunque a veces se mantenga intacta una esencia inalterable, el cerebro
se transforma. Poco a poco pero sin detenerse se va moldeando. O mejor dicho,
la vida, las personas y sobre todo los viajes van moldeando el cerebro con la
plasticidad de una sedosa yema de huevo en tu cráneo. A veces esa seda se
desparrama como un mantecoso líquido que dibuja sugerentes abstracciones en
nuestra máquina de pensar pero sobre todo por encima de todo, hace manchones de
color verde esmeralda en nuestra máquina de sentir que es el cerebro.
La recién descubierta plasticidad
cerebral es maravillosa y significa que no nacemos y morimos con el mismo
cerebro. Que no viene todo dado en nuestras cabezas. Que de ninguna manera
estamos determinados de por vida con las neuronas con las que nacemos como si
fueran ahorros de dinero para toda una vida en el banco. Existe la
neurogénesis. La creación de nuevas neuronas. Hay esperanza para creer que los
cambios son posibles. ¿Acaso no has deseado un cambio en ti? ¿Un giro en
alguien que quieres? No paramos de evolucionar. Y eso, insisto, da esperanza
porque la vida que no te haya cambiado un poco no merece la pena. La vida que
no te haya sometido a un viaje interior.
Como decía el escritor
danés Hans Christian Andersen “viajar es vivir”. Y cambiar el cerebro es
lanzarte a esos viajes interiores y también sucumbir a los viajes por tierra,
mar y aire. Y si hablamos de trasformación no encuentro actividad más idónea
para una metamorfosis que no sea la lograda a través de un viaje. A la frase
“viajar es vivir” añadiríamos por tanto que vivir es viajar. Vivir es cambiar
el cerebro. Al menos, un poco. Y, en estos meses estivales nuestro cerebro está
más sensible al cambio gracias a esas vacaciones ansiadas durante todo el año
que nos llevan a todas partes y a la vez también al centro de nuestro ser.
Viajar no sólo ayuda a
transformar el cerebro. Ayuda a poner la atención en el presente. En el ahora.
Como cuando te comes algo con sobrados deseos de saciar tu apetito y te
concentras en el propio acto de comer. Viajar es pasear por tu interior a la
vez que divisas ese paisaje tan diferente a tu vida cotidiana. Sientes que
estás vacío de preocupaciones. Pero eres a la vez un vacío lleno de atención. Eso
ayuda a ver las cosas de otra forma. Cambiar las conexiones de tu cerebro. Y
regresar a tu casa de otra forma mientras esa yema de huevo en tu cerebro ha
explotado de placer. De placer de divisar los asuntos cotidianos desde otro
ángulo. La emoción es otro ingrediente fundamental de los viajes cerebrales.
Porque la emoción es la puerta de entrada decisiva al cerebro. Por eso aquello
que te emociona en un viaje no lo olvidarás en tu vida. Será una emoción
sensorial llena de sabores y olores. De color. De paisajes con melodía. Te
acordarás detalladamente hasta de la ropa que llevabas puesta. Cuando además
llegues a integrar racionalmente esa emoción lograrás la operación perfecta
para un gran viaje, una gran transformación. En otras palabras, integrarás el cambio
en ti. Próximamente te acercarás a un país o al río de un pueblo y la historia de
ese país o la estética de ese río te hablarán de tu propia historia personal.
Encontrarás resonancias emocionales. Tu pensamiento más racional ordenará lo
que haya sentido y será posible una elaboración de toda la experiencia. Y de
esta manera te comerás a ese país como yo me comí a Irlanda. O mejor aún,
Irlanda devoró lo que ya sobraba en mí con whisky y música, mucha música. Me
comió a mí. Me dejó con lo mejor y lo necesario en el cerebro. Mi cerebro
afortunadamente cambiante en un intenso día de lluvia, nieve o sol a donde se
llega en un ascensor de cristal, por una sinuosa carretera llena de brisa, en
avión, en una mítica misión Apolo, siguiendo a una banda de pájaros o qué se yo…
Fotografía: Larry Towell, 1997.
No hay comentarios:
Publicar un comentario