Es curioso cómo nos
conquistan algunas palabras sin nuestro permiso. Es un misterio comprobar que
ciertos verbos y expresiones moran en nuestros corazones como cercanos
allegados. Lo hacen, si todavía hubiera duda de lo contrario, empapados de
nuestra sangre y oxígeno. Apoderándose celosamente de un espacio que nunca
planeamos concedérselo. Engullendo poderosamente nuestro ser. Como una música
que nos pertenece sin haberlo escuchado nunca. Y por eso quizá sonarán siempre en
nosotros esas palabras mientras respiremos.
Es el caso de unas
palabras que escuché una vez en boca de una profesora. Unas palabras que todavía
acuden de vez en cuando a mi memoria. Las recuerdo quizá por la poesía que contenían.
Por la imagen que la profesora quiso dibujar en nuestra vaga atención
adolescente. Nos comportábamos de manera individualista en clase y aquella
mujer quiso corregir esta tendencia miserable. Al parecer, no trabajábamos en
equipo con la solvencia que ella deseaba en nosotros. No estábamos cohesionados
como grupo. Tampoco conectábamos como alumnos solidarios y abiertos entre
nosotros. La frase iba dirigida a nuestros corazones para generar el cambio. Y,
la melodía sonó (y sigue sonando todavía) algo así.
Vosotros que os sentáis
juntos en clase, que tomáis apuntes y compartís la mañana, la tarde, parte de
la noche con la ayuda de café y cervezas. Vosotros, decidme ¿os conocéis? Conocer
a tu amigo es saber lo que piensa. ¿Qué piensa tu amigo en el instante antes de
dormir? ¿Qué le preocupa? No tiréis vuestro tiempo y conoced el corazón de
vuestro amigo, de vuestra compañera de pupitre. ¡Pero…! Pero debéis conocerlo
de verdad. La amistad es la experiencia más bella. La más sublime. ¡No
malgastes tu vida sin cruzar el umbral que te separa de tu amigo! ¿No lo sabías?
Tu amigo está al lado tuyo. Sentado a la espera de que salgas de ti. De que
salgas para buscarle. La amistad, queridos alumnos. La amistad verdadera.
Destapad el secreto de la vida plena, descubrid a la persona que tenéis al
lado, por el amor de Dios. Abrid la puerta a la vida a pleno pulmón. Ninguna
rosa es lo suficientemente bella sin un amigo con el que contemplarla. Ve al
descubrimiento de tu amigo, ¡anda! Sea en Londres, en el desierto del Sáhara o
en Honolulú.
Estas palabras
imprimieron la imagen de mi amigo en mi cabeza. Está en duermevela siempre. Y
la visión de esa escena no me abandona. Lo imagino en su cama mientras una nube
de dudas, miedos e ilusiones se cierne sobre su cabeza. En ese momento en que
apagas las luces y se encienden los sueños. Según la imagen poética de mi
profesora, penetrar en el pensamiento de mi amigo con los ojos cerrados sería todo
un logro de la amistad verdadera. Pero además sería también una victoria de la
imprescindible empatía para cocinar esa amistad. Esa empatía que concede la
química del milagro. El milagro del encuentro auténtico con alguien. Dicen que
las neuronas espejo que descubrió Giacomo Rizzolatti en nuestro cerebro deben
de ser las culpables de esa química de la empatía. Es decir cuando atraviesas las
millas que te separan de esa persona. Cuando por fin logras ponerte en sus
zapatos. Cuando consigues acostarte también en esa almohada. La almohada de las
preocupaciones y los deseos más íntimos. Con tu amigo.
Ahora bien, por la misma
regla de tres esta fórmula de la empatía nos dice que hay que tener cuidado con
quién te rodeas. Con quién te mezclas en el día a día, neurona a neurona,
espejo con espejo. Debes vigilar a la gente que dejas que se aproxime a ti.
Porque a causa de la interacción de estas neuronas antes o después te acabarás
pareciendo a esa gente. Aunque los admires o los detestes. Imitamos lo que
vemos desde niños. Y un niño empático, dicen, es observador en los detalles. Por
eso hay que educar a los niños en esa empatía. En esa atención de los detalles.
Haciendo que desde pequeños sientan como propio algo sucedido a su compañero.
Seas niño o adulto empatizar
con alguien es realmente un asunto complejo y difícil. Como si cruelmente estuviéramos
dotados de pocas de esas neuronas prodigiosas. Esa triste limitación sin
embargo no impide que a veces suceda la ceremonia del encuentro. El encuentro
después de atravesar mares y montañas entre dos personas que sin embargo están
frente a frente o al otro lado del teléfono. Ese tú a tú que, ay, hace la vida
más liviana. Una mirada o una conversación que provocan un sentimiento de
conexión y reconocimiento. Un espejo donde rebotan nuestras emociones hasta
toparse en una fusión. ¡La extraordinaria experiencia de sentirnos ligeros de
equipaje! La empatía es un arte. Un juego de equilibrio. La balanza donde hay
que encontrar el punto medio. El punto para que esa emoción ajena que recibes
no sea una carga excesiva. Para que la música de mi vida no te resulte
demasiado triste, amigo. Tendré cuidado por si esta pena mía te aplasta. Has de
poner atención por si tu desgracia me hunde, me ahoga, me sepulta en la nieve. Por
si mi mirada te lanza a un torbellino de palomas negras en la noche. Bach lo
escribió de manera infinitamente bella en La Pasión según San Mateo. Te ruego
sensibilidad, querido. Por “si el rocío de mi llanto te pesa”.
Fotografía: Chris Steele-Perkins, 1996.
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