Según los expertos el cerebro se
divide en dos partes fundamentales a los que llaman hemisferios. Y se
trata, sin ánimo de simplificar, como si estas dos mitades
perteneciesen a madres y padres diferentes. El hemisferio izquierdo
es analítico y funciona respondiendo a la lógica. Los progenitores
del hemisferio derecho sin embargo, concibieron a su hijo para
emocionarse y transformar en símbolos -como la música o el arte- las percepciones sentidas como
torbellinos de vida y creación. Y una semana después, me pregunto
cuál de los dos hemisferios se mantuvo más activo, estimulado o
también espantado. Me refiero al viernes, 25 de noviembre. Cuando se
celebraba el Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra la Mujer.
Naturalmente, me subleva esa injusticia
que tiene víctimas con nombres de mujer. Si se me permite, no
obstante, me atrevería a decir que me repugna también el ridículo
teatro al que asistimos drogados de oportunismo cada vez que llega
ese día señalado en el calendario. "¿Eso era todo?" me digo cuando
pasa el día señalado. Por desgracia, se trata de algo esperable,
después de todo, me digo. Es algo que sigue el curso natural de su
proceso. ¿Acaso no llevamos esa violencia en nuestro ADN? ¿Cuántos
siglos de ventaja lleva el machismo en la carrera de la igualdad?
¿Ese machismo, esa sobredosis de testosterona masculina, no ha sido
pues, quizá, algo que a la supervivencia humana le ha sido de gran
utilidad en su larga evolución?
Estamos inventando la igualdad en
nuestro cerebro colectivo. Y con razones o con símbolos, empleando
el lado izquierdo o el derecho del cerebro, se hace lo que se puede.
Atenta a esas pruebas sociales de laboratorio, es interesante
observar cómo defendemos y reivindicamos a la mujer. Y encuentro
enérgico que no sólo se haga a través de sesudas y convincentes
argumentaciones o razonables estrategias judiciales. Me fascinan
también aquellas manifestaciones que apelan a las emociones
febriles. Estos mecanismos más creativos tienen mucha fuerza y nos
encandilan a la vez que enseñan grandes verdades. De ahí que
defienda el uso de ambos hemisferios del cerebro colectivo en el
camino a la igualdad. Me parece síntoma de estar caminando en suelo
firme y de hacer cambios duraderos.
Todos tenemos ejemplos que ilustran esa
doble utilización del cerebro colectivo partiendo de momentos
cotidianos. Escribo y me viene a la memoria un profesor que debía de
estar muy a punto de jubilarse por su avanzada edad para estar
trabajando en la universidad. El señor quiso en el último día de
clase ponernos una canción de despedida y mostrarnos una de esas
verdades al que aludía antes. El impacto vino cuando el profesor pinchó un poco de rap a pesar de tener el aspecto de escuchar
música de la primera mitad del siglo XX. Como buen pedagogo quiso
apoderarse de nuestra fibra sensible y lo logró conquistando,
entiendo, la parte derecha de nuestro cerebro. El final del cuento de
hadas es una canción del rapero El Chojín que narra la crónica de
una mujer que se enamora de su maltratador. La pareja, a pesar de
vivir en una guerra doméstica, se casa y tienen un hijo. Al final,
sin embargo, como dice el fatal estribillo se acaba el cuento de
hadas y la mujer es asesinada por él. De pronto, en aquella ultima
clase, todos entendimos algo gracias a esta canción que todavía
tengo presente. Cuatro minutos de música que comprimen lo que hacen
muchos manuales de psicología. A propósito de música, ¿recuerdas
cuando apareció el trabajo de la artista Bebe denunciando el
maltrato hacia las mujeres? Se podrían citar más obras de la época
como la película Te doy mis ojos de Icíar Bollaín.
Pero hubo otra vez que viví una
situación con una gran carga simbólica también para el hemisferio
derecho. Fue una improvisada performance acompañada de música.
Escuchaba discutir a un matrimonio de ancianos que conocía. La mujer
se desahogaba conmigo a veces de su marido. Confesaba la octogenaria
que si hubiera podido no habría vivido en la misma casa de su
marido, sino separada de él y se verían únicamente cuando lo
desearan así. Aquel día en el que la vida quiso mostrarme algo, la
pareja de octogenarios discutían de forma despiadada hasta que se lanzaron al insulto. La mujer rompió a llorar en seguida y se calló resignada. El señor finalmente, remató el dolor de la mujer sin importarle las lágrimas con
un último y cruel reproche. En ese momento, en ese preciso compás
de la vida, sonó la canción. Una canción que en unos pocos
segundos no me podía haber enseñado más. La archiconocida letra de
la canción decía, con los ancianos al fondo, que no había nada que
cambiar. Y la melodía seguía tarareando que ella le amaba a él,
aunque fuera dolorosamente, porque luego todo volvía a empezar. Era
la canción Limón y sal de Julieta Venegas que dice “Yo te quiero con limón y sal, yo te quiero tal y como estás, no hace falta
cambiarte nada…” Con la acidez del limón y la sal, la situación
adquirió en aquel preciso contexto una fuerza metafórica
indescriptible.
Azúcar, necesitamos más azúcar y más
autoestima, me dije no sin un poco de melancolía. Si llegara a la
vejez de una forma tan amarga la tristeza me hundiría hasta la muerte. El limón y la sal, tan presentes por otra parte en los
sinsabores de la vida, llegaban a alcanzar una triste cota en aquel
matrimonio. ¿Si alguien no te suaviza y endulza la existencia –al
principio y cómo no, al final- por qué aguantar? Una sana
autoestima femenina es la mejor medida de prevención ante la
crueldad machista. Una mujer que, siguiendo el ejemplo, se siente
merecedora de las dulzuras azucaradas de la vida. Porque a los
hombres maltratadores les gusta echar sal en las heridas hasta
convertir a una mujer en los restos de aquella que una vez fue. Y
muchas de esas mujeres con baja autoestima, tan capaces de todo con
tal de mendigar un poco de amor, hacen cualquier cosa para que esa
sal les recuerde en su cerebro al dulce y gratificante azúcar,
aunque sea durante un breve segundo. Que las mujeres hallen los motivos lógicos y creativos en la sociedad que les ayude en ese
discernimiento entre el azúcar y la sal, entre el amor y el maltrato
es de justicia. Que descubran razones para amarse a ellas mismas.
Además, como último dato, y aquí coinciden ambos hemisferios, el
cerebro se nutre de azúcar. Es la razón por la que debemos
encontrar a esas persona que nos sazonen con ello. Personas que no
nos obliguen a que nos dejemos de querer para estar en su compañía. Merecerán nuestro amor aquellos generosos que permitan que nos amemos y claro, aquellos que nos echen un poco
azúcar a nuestro cerebro.
Fotografía: Henri Cartier-Bresson.
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