Ahora debe de estar todo nevado. El blanco de la nieve como
una crema cosmética barata derramada en un intento de embellecer y disimular el
largo invierno en Moscú. Un invierno que endurece los rasgos del rostro de la
ciudad. Una cara dibujada de arrugas
como vías de tren, como carreteras hacia toda la inmensa Rusia con la principal
calle de Moscú, la vía Tverskaya, como punto de partida. Los coches que la
atraviesan en procesión a pesar de los atascos nos hablan de las vías
moscovitas que ahora estarán en su cenit invernal. Todo queda sepultado bajo la
nieve.
Las carreteras de Moscú son el rostro de esa joven que tiene
una relación con un chico. Forman una pareja que necesita de esas fuertes
nevadas para la supervivencia de su relación. Unas tormentas de nieve que todo
lo tapan y los lanzan a la inercia automática para sentirse cómodos en esa
pista inmaculada que aparentemente los deja la nieve en el camino de su
relación. Cuando caen los primeros copos de nieve a mediados de octubre empieza
el curso y con ello la rutina que maquilla la verdadera realidad de su historia.
Las carreteras empiezan entonces paulatinamente ese repetitivo proceso de
acumular nieve y verse recorridas por máquinas quitanieves que limpian a
destajo la vía a los conductores. Su relación es esa misma carretera moscovita.
Hay autopistas que salen de la capital rusa como si fueran
construidas con un lápiz y una regla. Tan derechas que no harían falta ojos para
conducir el coche y llegar al destino deseado atravesando kilómetros y
kilómetros. Tan rectas como la relación de esa joven que necesita de unos ojos
ciegos para seguir soslayando la verdadera naturaleza del compromiso que le une
a su pareja. Es mejor seguir en la relación porque la alternativa de dejar
suena a demasiada incertidumbre y soledad. Se prefiere dar continuidad a ese
corazón congelado enterrado sobre una capa de hielo, sobre una capa de invierno
sin luz, que mirarse en el espejo. Son historias que se quedan bellas
sumergidas bajo la nieve que todo lo calla, todo lo guarda.
Pero se asoma abril, llega mayo, y con ello el deshielo. Es
entonces cuando sale a la luz todo el deterioro de esas calzadas que han
soportado unas durísimas condiciones climatológicas y físicas. Empieza a ser
incómodo transitar con el coche entre tantos baches, hoyos, perforaciones que
tiene la carretera llena de barro, piedras, agua. A veces ese incipiente
deshielo es puesto en pausa por otra nevada primaveral que otra vez guarda los
secretos de esa carretera, esa relación incompleta. Sin embargo vuelve a
imponerse el deshielo definitivo. Ahí es cuando se ve –cuando empieza a llegar
el verano y las vacaciones- que la relación no marcha bien y que estar en ella
se hace insoportable. Así, la época estival –como ocurre con las vías
moscovitas con múltiples obras que llenan de más atascos la urbe- es
aprovechada para reparaciones. La pareja entra entonces en una crisis justo
cuando más invita la vida a la diversión. No se plantean que quizá sea mejor
dejar la relación. No. Llegan erróneamente a proponerse cambiar. Cambiar para
estar con ella. Cambiar para seguir con él.
Esa joven puede que salve su relación durante el verano
(como de hecho se renuevan también las carreteras moscovitas) y que la crisis
refuerce su vínculo con él. O tal vez cabe la posibilidad de que la relación finalmente
muera. Un fallecimiento doloroso y
frustrante. Pero la disyuntiva de enterrarse viva en un nuevo invierno moscovita
sería inaguantable: mantener todo cálidamente cubierto, disimulado bajo una
blancura infinita de cremas cosméticas que venden una supuesta y fingida felicidad.
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