A mí plín. Con este
nombre está bautizado un cuaderno de dibujos de Elvira Lindo que sigo en
Instagram. Ella se relaja dibujando nostálgicos retratos. Y mientras, nos acerca de forma persuasiva los rostros de actores, artistas y escritores que iluminan los largos
minutos que gastamos en esta red social. A mí plín es para pintar sin pena ni
culpa. ¿No es maravilloso este título para
muchas cosas? Para un cuaderno de dibujos o por qué no, para una cafetería.
Y que todo bajo este lema
te resbale nada más coger el lápiz de color rojo. Nada más manchar el papel en
el caso de Lindesca y pintar, por ejemplo, un collar de flores a Amy de niña. O
tal vez en el mismo instante de tomar un cortado con tu amiga de siempre. Mientras
compruebas que no te afecta razonablemente nada cuando practicas el sano
deporte de ¡a mí plín! al hablar con ella. Cuando te das cuenta que efectivamente
eres cada vez más imperturbable como tal vez le ocurra a la autora de Manolito
Gafotas: ¡esa tontería no me afecta!
Como si ante todo
tuviéramos el derecho de lanzar un a la mierda todo. Sí, a la mierda todo
cuando te das cuenta que esa preocupación sobrepasa los niveles de acaparar tu
mente. A la mierda con dejar de quererte para querer a los demás. A la mierda
con tomar en cuenta lo que dice la gente que no te conoce. A la mierda cuando
te das cuenta que la mierda que nos rodea no es la excepción sino la norma. Ahora
bien, siempre con el consuelo de que ese cuaderno de artistas capturados para
la eternidad o el cortado con Sara te dejan libre de al menos algunas
innecesarias preocupaciones durante un rato.
Curiosamente, A mí plín también perteneció a un eslogan
de una marca de colchones que garantizaba un reparador sueño para su cliente
con insomnio. "A mí plín yo duermo en Pikolín" estaba dirigido a esa mujer con
demasiados problemas en la cabeza que pasaba las noches en vela. O a ese hombre con un doloroso mal de amores al más puro estilo Luz Casal cuando canta “No me
importa nada”. Cuando lo hace con la más cruda indiferencia pero a la vez con
esa irresistible pasión imposible de apagar. Como ocurre con algunos problemas
nuestros. No se apagan durante el día y menos aún de noche. Se hacen dueños de
nuestra habitación. Ese infinito firmamento en la pared que nos observa sufridores. Nuestros problemas se hacen capitanes en la noche. ¿Sabrá Luz Casal
por qué es tan difícil que las cosas no nos importen nada después de componer
esa canción?
Algunas veces todo nuestro
problema se circunscribe a una persona. Y lo único que necesitamos para
recuperar la paz es quitar a cierta persona de nuestra vida. Puede ser una
pareja nefasta, una amiga tóxica o un compañero de trabajo que te hace la vida
imposible. Es en otras palabras, esa persona que te convierte en un mártir a
cambio de soportar su a veces corta pero siempre nociva presencia. Su halo que
sale expulsado de una lámpara maldita.
Pero esa persona nos hace
sufrir porque en cierto modo le permitimos. Aunque nos sorprenda, hacemos a una
persona muy poderosa dotándole de la capacidad de arrebatarnos nuestra paz. Y
en no pocas ocasiones sin darnos cuenta nos encontramos de pronto cargando un
peso que nunca antes asumimos el compromiso de llevar. Cuando precisamente no
podemos llevar la presencia de esa
persona. Él resulta una carga. Ella es ante todo y por encima de todo nociva y
perjudicial para tu salud. Por eso, esas personas deberían anunciar su peligroso
poder tóxico con un cartel en la frente. Sería un categórico acto de salud
pública en beneficio de la sociedad en su conjunto.
¿Y si fuera así de fácil?
En el supermercado, sin ir más lejos, lo es. Algunas contadas veces nos lo
dejan muy claro y sencillo. Estos
cereales no tienen aceite de palma o este champú está libre de parabenos. Nos
avisan de los venenos que tenemos que evitar en nuestra cesta de la compra. Al
menos los venenos contemporáneos que están de moda. Ya puestos, propondría que
hicieran algo parecido en algunos medios de comunicación con otro tipo de
veneno. Que nos alertaran por ejemplo de la llegada de noticias sobre Trump al
menos los fines de semana. Un timbre quizá bastaría o una divertida caricatura
de él que nos invitara a ponernos las gafas tragicómicas. Porque la vida sin
aceite de palma, sin parabenos y sin Trump sería sin ninguna duda gloriosa. Me asalta una pregunta cuando cojo el carro de
la compra y llego a la sección de galletas. ¿Cómo es posible que el aceite de
palma sea tan perjudicial viniendo de un árbol de tanta belleza? ¿El veneno
puede llegar a ser tan exótico en apariencia? La vida sería más fácil sin esas
personas o productos fake.
¿Sí? El destino del
mundo está plagado de descaradas estafas. Pero el mundo y la vida son bellas en
compañía de esas personas con flequillo naranja. Con esos jefes taimados. Con
ese amigo del que jamás te fiarás en lo que te queda de vida. Con ese vecino
hijo de Satanás. Porque lo bueno de lo
malo es que nos enseña mucho. En el caso de Trump, cómo salvaguardar y
fortalecer la democracia de verdad. Pero merece la pena recordar que esas
personas no libres de parabenos nos hacen mejores, nos hacen más fuertes. Esas
personas con aceite de palma siempre tienen alguna lección que darnos. Y de
hecho nos la dan. No podemos erradicar el mal con el mal. Es casi un deber
moral exprimir lo mejor que habita en lo peor de ellos. Porque la vida sin
aceite de palma, sin parabenos y sin ti no habrá sido tan provechosa. Al menos
si se logra sortear el perjuicio que estas personas pueden causar. Y así poder
recuperar la energía que algunos absorben por irrisorias tonterías de miércoles.
Aprender esa lección es y será nuestro cometido en la vida. El resto, a mí
plín.
Fotografía: Ian Berry, Magnum Photos.
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