El Día Internacional de la Mujer, el Día Mundial contra el Cáncer
de Mama, el Día Internacional del Euskera, el Día Mundial del Pan... Y aunque
sobran las buenas intenciones, si nos detenemos un momento ante esta lista
infinita, ¿hay algo más insulso que “el día internacional de…”? Como clara
detractora de la iniciativa de hacer una cruz en el calendario para dar
visibilidad a un colectivo, una causa o quién sabe qué, propongo que hoy se
celebre el Día Internacional de Nada.
La nada es creativa y fértil como el aburrimiento o la
observación desinteresada. Y a lo que nos impulsa esa nada es algo muy preciado
y valioso. Nos lanza a encender nuestro ser ante los estímulos externos y no
viceversa. A ser dueños de nosotros mismos, de verdad. Me refiero a que el Día
Mundial contra el Cáncer de Mama o cualquier otra enfermedad nos llevan sobre
todo a volver invisibles a estas personas que a ser dignos de nuestra
empobrecida atención. Durante un día acaparan portadas o inspiran reportajes
pero el resto de los 364 días del año se quedan en un cruel e irreversible olvido.
¿Nos comprometemos con algo un día al año o a lo que nos sumamos es a mirar al
otro lado? ¿Los recordamos porque realmente nos importan o solamente porque
toca?
Los expertos llaman locus de control interno a esa actitud
que tienen las personas que sienten que son ellos el centro del poder ante el
entorno y no al revés. Con otras palabras, tienen la fe de que la fuerza está
en ellos y que si quieren consiguen lo que desean. Esa capacidad interiorizada
les lleva a creer que sus esfuerzos no se van con las manos vacías. Por eso
cuando logran algo no depositan esa victoria en las circunstancias ni se
complacen con los halagos que vienen de fuera. Una persona con esta actitud
busca sus objetivos sin contentar a nadie o lograr ningún premio. Algo que les
lleva a tener una voz interna firme que se basta con ella misma.
En la escuela vemos abundantes ejemplos de personas con
locus de control interno. Son aquellos estudiantes que se alegran por aprender.
Son aquellas que quieren y desean saber más. Y además lo hacen porque creen que
pueden hacerlo y lo harán. Persiguen sus sueños porque una sonrisa se dibuja en
sus caras al pensarlo. No buscan premios ni quieren evitar castigos, la fuente
de donde fluye esa capacidad hacendosa está en ellos. Estos estudiantes no necesitarían exámenes para aprender. Y
precisamente son ellos los que nos enseñan la esencia de la pasión por el
conocimiento, el gran ideal educativo. El querer y luchar por algo porque uno
mismo lo desea como nada más en el mundo.
“Los días internacionales de” no buscan el locus de control interno
de las personas sino el inútil flash externo que es el antagonista de la perseverante
preocupación por las cosas. Ese día
señalado se asemeja al examen final de junio de una asignatura. El día del
empacho compulsivo de apuntes e ideas que el cerebro olvidará en el mismo instante
de la entrega del examen, tal y como ocurre con el día después de un “día
internacional de”. Es la antítesis –no me negarán- de la genuina curiosidad o
interés por las cosas. Las estaciones de metro de algunas ciudades europeas son
otro ejemplo de lo estéril que resulta un examen o el día mundial de un noble
motivo: la gente paga y pica su billete sin necesidad de barreras o exigencias
externas. No hay un imperativo de que alguien de fuera les enseñe y recuerde su
deber. En ellos está el poder y en su interior habita ese civismo. Sin
barreras, sin exámenes. Gracias a esa nada.
Fotografía: Chris Steele-Perkins.
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