Cuando se aproxima la ansiada época
del año para los cazadores me detengo por un momento en un banco a
disfrutar contigo del viento sur. Y mientras ellos empiezan a poner a
punto la escopeta y están atentos al cielo, yo me hago la siguiente
pregunta: ¿ha pasado la fiebre de cazar pokémons? Me refiero a esos
monigotes amarillos que tanta simpatía despiertan y que nada tienen
que ver con las malvices, becadas o palomas de verdad.
A mis alumnos les fascinan los pokémons. Algunos tienen incluso su propio bicho preferido y adornan
sus cuadernos y carpetas con estos desconcertantes animalitos que no
existen en el mundo real. Intentar encontrar el sentido que puede
tener cazar con el móvil pokémons es tan inútil como tratar de
entender la descarga de adrenalina y placer al disparar una escopeta.
¿Estas cazas tendrán quizá ambas en común nuestro ancestral
instinto de supervivencia que respondía a la necesidad de comer?
Me rendí a la impotencia de no captar
la gracia de este juego llamado Pokémon Go que con tanto furor decían
disfrutar mis alumnos. Es más, mi respuesta al entusiasmo que en el
aula respiré hacia estos virtuales peluches fue un tanto ingenua y
pedante: “¿acaso no es preferible buscarse a uno mismo en vez de
tratar de buscar pokémons?” les sugerí de forma provocadora. Pero
pretender que unos niños de 11 años conecten con eso de buscarse a
uno mismo es intentar subir el Everest con chancletas. “Te has
pasado” me dije a continuación. Pensándolo mejor, sin embargo,
quizá lo que realmente falló –si es que algo no fue como debía-
fue la manera en que formulé la pregunta a mis alumnos: buscarse a uno mismo se entendía como si debieran hacerlo exclusivamente de
forma física y no a la manera abstracta o filosófica. Y es que con
otro tipo de pregunta estoy convencida de que estos fanáticos de los pokémons me hubieran sorprendido con sus respuestas existenciales.
Porque todos los niños tienen de forma
más despierta o dormida una capacidad de preguntarse por todo lo que
les rodea, de curiosidad por la esencia de los fenómenos más
cotidianos y por lo tanto de conectar con uno mismo. Educar en el
asombro y Educar en la realidad son dos recomendables
libros escritos por Catherine L´Ecuyer (Plataforma Editorial) en los
que expone esta innata pureza infantil hacia el mundo, ante el cual
el niño no puede responder sino con una profunda sorpresa. Esta
capacidad de asombro es la semilla de esa curiosidad fértil, el
gusto por aprender, el encuentro gratificante. En un entorno donde
somos víctimas de tantos estímulos L´Ecuyer defiende
apasionadamente que debemos proteger a nuestros niños del mundo
virtual con el objetivo de no matar precisamente esa capacidad de
asombro. Para este mundo donde la tecnología y el mundo online están
conquistando todas las parcelas de nuestra vida la mejor escuela
–sostiene L´Ecuyer- está en el mundo offline, en la realidad.
Para ello es necesario despertar una mirada pura hacia el entorno,
una mirada en la que esa realidad se sobre a sí misma para la vida
plena. La naturaleza por ejemplo, anclada en esa realidad está
dotada de infinitas dosis para quitar el aliento a cualquiera en cada
instante. Mis alumnos lo saben bien aunque los pokémons les sometan a
veces a ese sueño del cual a veces es difícil despertarse. En
cualquier caso, es siempre apasionante colaborar como se pueda en ese
despertar.
Fotografía: Henri Matisse fotografiado por Henri Cartier-Bresson.
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