Supongo que a todos nos ha pasado que
alguien nos haya cogido el teléfono móvil y nos haya leído sin
previo permiso alguna intimidad. Es lógica la furia que el ataque a
esa intimidad desató en aquella ocasión en nosotros. Una rabia cuya
fuerza grabó en nuestra memoria la ofensa como una herida difícil
de cicatrizar, o al menos como una suspicacia para recordar siempre.
Hoy en día, incluso se alerta de que los móviles de las
adolescentes sean sospechosamente vigilados por sus controladores
novios como una antesala de maltrato. Algo que nos escandaliza a
todos a priori. Surgen discrepancias y se abre el debate, sin
embargo, traspasando la cuestión de la intimidad a otro ámbito.
La aparente trivialidad de que alguien
sacie su morbosa curiosidad con nuestro móvil nos llena de
indignación. Ahora bien, existen dudas en algunas personas si el que
viola esa intimidad o privacidad es el Estado. Algo que el antiguo
trabajador de la agencia de inteligencia de EEUU Edward Snowden
denunció y que tan bien retrata la nueva película de Oliver Stone.
Los que no defienden su intimidad ante el Estado justifican su
postura afirmando que su vida es tan normal que no ven nada alarmante
en que lo vigilen si es para un bien mayor. “Hago lo que hace todo
el mundo”. “Mi vida es absolutamente normal”. No ven ellos por
tanto, que ese ojo que los observa vaya a dañar su vida. No hay nada
que perder ni deteriorar. Es más, ven que ese ojo va en algún modo,
a protegerlos como un hada madrina o las antiguas murallas de la Edad
Media. Es decir, lejos de perder, lo que para ellos viene a
significar esa entrega de la intimidad es ganancia, porque a cambio
gozan de una supuesta seguridad.
Cuando alguien
infunde miedo a una persona ese individuo pierde su preciada libertad
porque no es tan capaz de elegir. Lo mismo ocurre con el Estado que
justifica su violación de un derecho básico como es el derecho a la
intimidad ante el hecho de que, en algún modo excepcional, quiere
defender a sus ciudadanos. En este sentido, el Estado se atreve a
advertir la llegada de posibles amenazas externas que pondrían en
cuestión nuestra confortable vida normal, nuestra seguridad. Pero un
Estado que se hace fuerte –como un novio controlador- con el miedo
de los ciudadanos es menos democrático. Por eso, ¿estamos seguros
de entregar la llave de nuestra casa o habitación–el espacio
íntimo por antonomasia- para gozar supuestamente de mayor seguridad?
Las mujeres maltratadas bien saben lo
que es vivir con miedo y que alguien les someta desde una
superioridad anuladora. Son extraordinariamente conscientes de que al
entregar su poder a ese supuesto ser superior (llámese pareja o en
este caso, Estado) lo que pierden es simple y llanamente todo. Lo que
busca el maltratador es un control para poder seguir maltratando y
ejerciendo ese terrible poder. Poseer lo que nadie tiene derecho a hacerlo. Si estamos de acuerdo en que esta
aberrante forma de cuidar a una persona no es en absoluto deseable,
¿cómo no lo vemos cuando el que quiere controlar y someter según
sus intereses es el Estado? No olvidemos que las dictaduras, por ejemplo, buscan ante todo y como algo normal controlar de manera
informativa a los ciudadanos que viven bajo su poder. Si nuestra vida
es tan anodina, entonces ¿por qué no prescindir de pretender
controlar lo que nada vale?
La información, señores, es un arma
poderosa y bien lo sabe el Estado, que para sí se guarda las ideas
que le pueden surgir de lo que se puede hacer con toda la inmensa
información que va recabando de ciudadanos anónimos y normales como
tú y yo. Recuerdo haber escuchado al intelectual búlgaro Tzvetan
Todorov contar que en la era soviética las relaciones íntimas y las
historias de amor eran los espacios donde más se sentía la libertad
de acción, donde uno podía ser libre de verdad, donde uno escribía
las líneas de su vida sin nada que temer. Algo que no deja de
estremecer a todo aquel que ama su libertad, la vida o la dignidad.
¿Y si al Estado le interesara también controlar los espacios de
intimidad entre personas? Lo dice Oliver Stone en la película que ha
llegado a los cines: todos estamos vigilados a través de la
sofisticada informática. ¿Qué ocurrirá con esa información? La
película puede ser una invitación a reflexionar a través de la
trayectoria de Edward Snowden acerca de ese ojo que engulle
intimidades y quién sabe, si vidas. Una gran ocasión para pensar
sobre si estamos tan seguros de entregar nuestra intimidad a cambio
de seguridad. O también para preguntarnos si vivimos en una sociedad
tan democrática cuando se persigue, se controla, vigila, se sabe, se
sigue… al individuo normal en detrimento de su libertad. Esa
libertad que transforma en una experiencia apasionante nuestra vida
normal.
Fotografía: Ferdinando Scianna.