Me uno a la conspiración. No me refiero a ningún plan de
hundir a alguien o seguir la pista de una persona con fines sospechosos. Se
sorprenderán de la curiosa etimología de la palabra “conspirar” que normalmente
lo asociamos negativamente con oscuros planes contra alguien. Conspirar o
“respirar juntos”, viene a significar estar de acuerdo para conseguir algo. Y
nada más que eso. Pero ¿conspirar para qué? dirá, dirás.
Es triste comprobar que salvo en contadas excepciones, la
labor de los maestros es principalmente sinónimo del chollo de ganarse la
enorme recompensa de tener unas generosas vacaciones. No relacionamos a un
maestro o profesor en nuestras conversaciones con una profesión que merecería
la más alta consideración. Sin ir más lejos, recordemos el último debate
electoral cuando no se escucharon ningunas palabras de elogio a la educación
por parte de los políticos. Puede que esta opinión generalizada se haya
fraguado con el paso del tiempo y esté relacionada con una mala gestión de la
cuestión educativa a golpe de leyes. No vamos a culpar a nadie como si alguien
debiera pagar la falta con un castigo, como en la vieja escuela. Se nos olvida
que todos somos cómplices de haber permanecido en ese largo sueño de desconsiderar
la educación, en definitiva, de autocastigarnos a la mediocridad.
Ahora –como si sonara un estridente despertador-es urgente despertar
de ese sueño entre bostezos y empezar a respirar juntos, ¡cambiar!, porque el
mundo también cambia muy rápido llevándose todo por delante si uno no se adapta
al cambio. José Antonio Marina –quien lidera el movimiento por el cambio
educativo que él denomina conspiración educativa- nos lo advierte lúcidamente
en su último libro Despertad al
diplodocus después de toda una magnífica colección de libros pedagógicos
(Biblioteca UP) y la redacción del Libro
blanco de la profesión docente y su entorno escolar. Hay que conseguir
convertir la docencia en un trabajo de élite, según él, en un intento de
devolver el reconocimiento a los profesores como piezas clave para el cambio. El
reto de estar a la altura se presentará desafiante entre los docentes en activo
y los que aspiran a hacerlo.
Se diría que su libro Despertad
al diplodocus resulta tímidamente familiar con el movimiento de los
indignados que reclamaban un cambio en la política con aquel ¡Indignaos! de Stéphane Hessel. Es como
si la sociedad entera estuviera inmersa en un proceso de despertar general, en
una carrera de encender personas. La educación, al igual que la política
necesita un cambio. Se habla mucho del gran pacto de la educación de la cual
José Antonio Marina bien nos advierte que de nada serviría si no va precedido
de un gran pacto social. El sistema educativo se compone de muchos subsistemas
que deben respirar juntos como un ecosistema perfectamente engranado. Es
necesario cambiar muchas cosas para lograr ese florecer sistémico de todo el
conjunto.
En el ámbito de la terapia familiar se habla de dos tipos de
cambios cuando las familias se enfrentan a un problema para intentar
solucionarlo: cambio 1 y cambio 2. El primero se limita a hacer unas
modificaciones en forma de parches para que todo siga igual: por ejemplo,
castigar al hijo que llega tarde a casa y que tiene mal comportamiento. El
segundo trata de una transformación estructural que implica a todo el sistema.
Es decir, mirar cómo cambiar el sistema para que la familia no arrastre al hijo
hacia esas conductas. Nuestro sistema educativo me recuerda a esa familia que cambia
para el no cambio. Valgan estas humildes palabras para empezar esa
transformación conspirativa, de verdad.
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