Caía la noche en Dublín pero un llamativo fulgor sobre
el cielo antes de la todavía profunda oscuridad de mediados de marzo anunciaba
algo. Ese fuego sobre la ciudad hacía probablemente que los dublineses dijeran
de sus labios de cerveza, en realidad más sedientos de luz que de alcohol, que
la puesta de sol reflejada en el río Liffey era el best sunset ever.
¡Era la mejor puesta de sol jamás vista! La noche que llegaba no era en
absoluto fría para los amantes que bien podrían sentirse sobre los puentes de
Dublín como si estuvieran en Viena, Nueva York o a las orillas del Sena en
París. Aquel día sin lluvia había provocado euforia en todos y ella se
encontraba muy arriba en ese momento que los fotógrafos llaman la hora azul. Es
decir, el instante después de que el sol besa el horizonte y cuya atmósfera de
hemos-apagado-la-luz hace que el ambiente se tiña del color de la romántica
tinta, el lapislázuli o el mar todavía con el reflejo solar azulado.
Precisamente ese resplandor azul entraba desde el
cristal desde donde se la podía observar todas las semanas. Sin embargo durante
aquella primera Guinness que ella tomaba con su hermana no se habían encontrado
todavía en ese bar de la famosa zona de Temple Bar. Era uno de los primeros
anocheceres de la primavera acompañado de un inusual viento sur que entrando
por esa ventana no sólo subía el mercurio sino también elevaba como la
canción Elevation de U2 el melancólico ánimo de los
dublineses. Por eso el barrio de Temple Bar destilaba un olor a fiesta
evaporándose al cielo raso de toda Dublín.
Había hecho un sofocante calor durante el día pero
ella se disponía a ponerse la chaqueta cuando entre risas pidió otra pinta. Fue
entonces cuando el camarero hizo un gesto como si algo de pronto encajara en su
mente. Eres tú, podría haber dicho aquella mente en aquel preciso instante. Hoy
no, parecía decirse a sí mismo el risueño camarero. Hoy no te escapas. La
chaqueta negra que ella se acababa de poner hacía juego con el enorme cuadro de
James Joyce que decoraba aquel bar. El pintor de ese cuadro también había
elegido ese serio pero elegante color para el traje del famoso escritor que
ella tanto había amado a través de la escena final en la película Dublineses
(Los muertos) de John Huston. Y fue el camarero quien puso su mano
sobre el hombro de la chica que parecía ignorarle, absorta como estaba ella, en
la alegre conversación que fluía con la cerveza Guinness también del mismo
color.
Los dos amaban la vida y ella se había quedado rendida
ante la descarada pero también original forma con la que él había tratado de
captar su atención. Eran unas maneras con las que él había tratado de apelar a
la alegría de vivir. Una alegría por la vida que ella había intentado perseguir
después de la trágica muerte de su madre. Él sin embargo no tenía noticia de
ese triste detalle que lo explicaba todo. Pero en cambio sí había observado que
todos los viernes ella acudía a ese bar y cerveza-va-cerveza-viene se
desahogaba a veces sola o a veces con su idéntica hermana derramando lágrimas
que como sucede muchas veces se mezclaban con el alcohol durante la larga
noche. Él, por tanto, tenía conocimiento de que a ella algo le hacía sufrir
pero no sabía qué. Sin embargo, amaba su triste pero entera belleza delante del
cuadro de su admirado Joyce que perdía la cuenta de las cervezas que su
invitada de los viernes bebía. A menudo la veía leyendo a Gabriel García
Márquez o a Virginia Woolf a los que interrumpía para echarse a llorar. Y para
él contemplar a aquella mujer mientras leía y lloraba ante la mirada de Joyce
era un misterio que como amante de la adrenalina y la literatura no podía dejar
de desvelar. Impulsado por ese intenso deseo, decidió pedir ayuda al camarero
de ese bar para que ejerciera de cómplice en un sorprendente cortejo. Habían
acordado que llegados a un viernes cuando ella sonriera, siempre de negro, el
camarero haría entrega de un sobre donde ella leería “Me encanta cuando
sonríes, pero últimamente no parece que puedas reír mucho. Si quieres llámame a
este teléfono y durante una noche reiremos o lloraremos juntos”. Y junto al
mensaje habría una hoja donde estuviera escrito el poema El drama del
desencantado de García Márquez a mano haciendo un guiño a sus
lecturas.
En efecto, hacía mucho que ella no soltaba las
carcajadas de antes pero era cierto: aquel viernes estaba de mejor humor y por
fin había sonreído. De tal manera que el diligente camarero cumplió con el deber
y después de servir una pinta y ver una sonrisa en el rostro de su clienta
apoyó la mano en su hombro y le dijo como entregando un premio “este sobre es
para ti”. Pasaron muchas ideas en la cabeza de aquella mujer de negro mientras
leía el mensaje pero en el preciso instante que ella acabó de leer el poema que
ya conocía las luces de la ciudad de Dublín se encendieron. "¿Será una
señal?" pensó ella mientras el Liffey empezaba a brillar como si llevara
lentejuelas para la noche. "¿Qué hago?" le había preguntado la
enigmática chica a su hermana con una sonrisa de sorpresa. Aquello
verdaderamente le había chocado. Había que averiguar quién era el ingenioso
hombre que se había atrevido con eso. Pero el destino se había anticipado.
Porque para cuando ella había cogido el teléfono para marcar el desconocido
número él de pronto se había presentado en la ventana a través de la cual
anteriormente y también ese día la había estado observando en secreto.
Unos instantes después de que la ciudad de Dublín se
vistiera de noche la pareja salía del bar de Joyce rumbo a ninguna parte. Sólo
querían perderse por las empedradas calles que todavía guardaban cierto calor.
Porque nada más iniciar su serpenteante paseo enseguida descubrieron que la
literatura, el cine y la música eran pasiones que compartían. Conversaron sobre
Angelica Huston en la película Dublineses (Los muertos) basado
en el famoso relato de Joyce, al que apodaron nuestro Cupido olvidándose del
amable camarero. Después de esa conversación ella se percató de que había
echado en falta ese tipo de momentos en su vida que por fin parecía sonreírle.
Para celebrarlo estaba dispuesta a dejarse llevar por la noche. Aunque era
increíble de pronto se sentía de nuevo feliz junto a ese desconocido que
aseguraba de alguna manera inspirarse todos los viernes mirándola en la
ventana.
Cuando entraron a un pub había música
en vivo y al saborear su primera cerveza juntos se desearon con los ojos. Quizá
era la manera de hablar de él o tal vez las inconscientes ganas de volver a
disfrutar de la vida pero hubo algo que enamoró los sentidos de ella.
"Llámale" le había dicho sin dudarlo su hermana después del asombro
mutuo ante la carta del nuevo pretendiente. Después le había despedido con una
pícara sonrisa para que se dirigiera a donde su nuevo amante. Mientras ella
reproducía en su mente lo sucedido horas antes se dio cuenta que no hacía más
que reír a todo lo que él decía. Pero los nervios llegaron cuando sintió que él
le sostenía la mirada. De repente una mano se posó en su cintura y algo estalló
en el ambiente para que los dos se fundieran en un beso mientras
sonaba City of Blinding Lights de U2. "¿Qué vas a
hacer luego?" le preguntó él. "Lo mismo que tú", fue la
improvisada respuesta. "¿Sabías que tus besos saben a música de U2?"
añadió. Las palabras vibraban en el aire. "Pasemos la noche juntos. Le
llamaré a Bono a ver si queda alguna habitación libre en su hotel", dijo
entre bromas él. Ella, como no podía ser de otra forma, se rió del comentario.
Aquello sólo podía traer diversión. Por eso accedió a la invitación que hizo
que la cegadora velada se prolongara hasta el amanecer. Pasaron la noche escuchando
música en la última habitación libre del hotel Clarence.
Fotografía: Henri Cartier-Bresson. Fuente: Magnum
Photos.