domingo, 10 de diciembre de 2017

La caja de turrón




Se me acerca un niño. Y lo hace entusiasmado por enseñarme lo que sostiene en sus diminutos dedos. Mira, mira. ¡Fíjate en lo que acabo de encontrar! ¿Qué será esto? pregunta a su maestra. A mí. Lo que me muestra puede ser un botón o los restos de hilo que quedan de ese botón. Puede ser un insignificante trozo de papel con forma de lenteja. Puede ser una cuenta de una pulsera que se ha roto o tal vez algo que ni siquiera tiene palabra porque aparentemente no es más que una forma extraña y brillante. Esa insignificante cosa, eso sí, es mínima en sus dimensiones siempre que se repite la escena. Siempre que vuelve a aflorar ese momento de extrema belleza que se parece a una revelación. Cuando esa persona de 4 años con tendencia a dejarse llevar por esos instantes de emocionantes hallazgos y por la curiosidad, me quiere hacer cómplice de su descubrimiento y me regala generosamente su valioso objeto. Gracias a mi profesión soy dueña de numerosos objetos desconocidos como los que he mencionado y he decidido guardarlos como se merecen las cosas inútiles que sin embargo tienen gran valor. Les he preparado una metálica caja de turrón. Porque no sé si tú, pero yo, lector mío, ya he empezado a comer turrón a las puertas, como nos encontramos, de la Navidad.   

Lo que me hacen vivir mis alumnos y sus objetos de irresistible inutilidad no es en absoluto ajeno a la escuela. Cuando veo venir a un niño y sus manos custodiando el preciado tesoro  asisto a un fenómeno con nombre y apellido. Y siempre que aparece en mis manos un nuevo tesoro, este me roba una sonrisa. A cambio de esa sonrisa, me llega en forma de regalo el recuerdo de una gran mujer.  Una mujer audaz que gracias a su observación sistemática y rigurosa de la evolución del niño creó una metodología de enseñanza que hoy todavía sigue ganando prestigio. Hablo de la primera mujer médico de Italia, la irrepetible  Maria Montessori. Y los objetos que guardo en la caja de turrón son la prueba de algo que descubrió ella y que ahora vas a conocer.

Montessori identificó periodos sensibles en los que el niño abre transitoriamente ventanas al desarrollo que la neurociencia actual además ha corroborado. Así, existe por ejemplo, el periodo sensible del lenguaje de 0 a 7 años que nos muestra que un niño que no ha estado expuesto al estímulo lingüístico (y no ha adquirido el lenguaje) no lo podrá hacer en el futuro al caducarse en cierto modo ese periodo sensible. Existe pues a propósito de mis tesoros, otro periodo sensible que diagnosticó Montessori que hace referencia a mi caja de turrón. Se trata del periodo sensible de los pequeños objetos que aparece de 1 a 7 años. Montessori vio que el niño siente una irrefrenable atracción por los objetos pequeños que no es sino un instinto por indagar en la naturaleza de los objetos y los procesos vitales. Por eso, Montessori animaba a los educadores a ofrecer a los niños semillas o cáscaras de frutos secos, siempre y cuando se evitaran peligros. Y es la prueba inequívoca de ese descubrimiento montessoriano del periodo sensible de objetos pequeños que se me revela con mis alumnos, la que renueva como una gota en la piedra mi admiración por ella y también el amor hacia lo que hago.

Es gracioso. Cuando queremos que un niño experimente la fascinación estética por un bello paisaje y le acercamos por ejemplo a una playa inmensa. O a un campo nevado. Y el niño, no en un arrebato de desprecio por nuestra invitación claro está, siente preferencia por la concha diminuta al horizonte fotográfico. O se queda con una aceituna de papel que ha descubierto entre piedras en mitad del paisaje nevado que nos impresiona a los adultos.  Estas pequeñeces me acercan la grandeza de Maria Montessori. La incansable lucha de una mujer brillante en un mundo de hombres. Y me recuerdan también el valor de las cosas que no tienen valor.

Cómo cuentan los detalles insignificantes, alumbradores de ¡oh, las grandes preguntas del hombre! Porque es irónico que aquellas cosas que despierten nuestro asombro sean tan inútiles como una servilleta con una nota significativa o la lluvia que golpea musicalmente nuestra ventana. Mi caja de turrón es el dulce eco de ello. Y esos objetos desconocidos celosamente guardados, tan inútiles y simples, no son para mí sino perlas del conocimiento.  

En la fotografía: Maria Montessori en Londres (1951). 


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