Se me acerca un niño. Y lo hace
entusiasmado por enseñarme lo que sostiene en sus diminutos dedos. Mira, mira. ¡Fíjate
en lo que acabo de encontrar! ¿Qué será esto? pregunta a su maestra. A mí. Lo
que me muestra puede ser un botón o los restos de hilo que quedan de ese botón.
Puede ser un insignificante trozo de papel con forma de lenteja. Puede ser una
cuenta de una pulsera que se ha roto o tal vez algo que ni siquiera tiene
palabra porque aparentemente no es más que una forma extraña y brillante. Esa
insignificante cosa, eso sí, es mínima en sus dimensiones siempre que se repite
la escena. Siempre que vuelve a aflorar ese momento de extrema belleza que se
parece a una revelación. Cuando esa persona de 4 años con tendencia a dejarse
llevar por esos instantes de emocionantes hallazgos y por la curiosidad, me
quiere hacer cómplice de su descubrimiento y me regala generosamente su valioso
objeto. Gracias a mi profesión soy dueña de numerosos objetos desconocidos como
los que he mencionado y he decidido guardarlos como se merecen las cosas inútiles
que sin embargo tienen gran valor. Les he preparado una metálica caja de
turrón. Porque no sé si tú, pero yo, lector mío, ya he empezado a comer turrón
a las puertas, como nos encontramos, de la Navidad.
Lo que me hacen vivir mis alumnos
y sus objetos de irresistible inutilidad no es en absoluto ajeno a la escuela. Cuando
veo venir a un niño y sus manos custodiando el preciado tesoro asisto a un fenómeno con nombre y apellido. Y
siempre que aparece en mis manos un nuevo tesoro, este me roba una sonrisa. A
cambio de esa sonrisa, me llega en forma de regalo el recuerdo de una gran
mujer. Una mujer audaz que gracias a su
observación sistemática y rigurosa de la evolución del niño creó una
metodología de enseñanza que hoy todavía sigue ganando prestigio. Hablo de la
primera mujer médico de Italia, la irrepetible
Maria Montessori. Y los objetos que guardo en la caja de turrón son la
prueba de algo que descubrió ella y que ahora vas a conocer.
Montessori identificó periodos
sensibles en los que el niño abre transitoriamente ventanas al desarrollo que la
neurociencia actual además ha corroborado. Así, existe por ejemplo, el periodo
sensible del lenguaje de 0 a 7 años que nos muestra que un niño que no ha
estado expuesto al estímulo lingüístico (y no ha adquirido el lenguaje) no lo
podrá hacer en el futuro al caducarse en cierto modo ese periodo sensible. Existe
pues a propósito de mis tesoros, otro periodo sensible que diagnosticó
Montessori que hace referencia a mi caja de turrón. Se trata del periodo
sensible de los pequeños objetos que aparece de 1 a 7 años. Montessori vio que
el niño siente una irrefrenable atracción por los objetos pequeños que no es
sino un instinto por indagar en la naturaleza de los objetos y los procesos
vitales. Por eso, Montessori animaba a los educadores a ofrecer a los niños
semillas o cáscaras de frutos secos, siempre y cuando se evitaran peligros. Y es
la prueba inequívoca de ese descubrimiento montessoriano del periodo sensible
de objetos pequeños que se me revela con mis alumnos, la que renueva como una
gota en la piedra mi admiración por ella y también el amor hacia lo que hago.
Es gracioso. Cuando queremos que
un niño experimente la fascinación estética por un bello paisaje y le acercamos
por ejemplo a una playa inmensa. O a un campo nevado. Y el niño, no en un
arrebato de desprecio por nuestra invitación claro está, siente preferencia por la concha diminuta al horizonte fotográfico. O se queda con una aceituna de
papel que ha descubierto entre piedras en mitad del paisaje nevado que nos impresiona a los adultos.
Estas pequeñeces me acercan la grandeza de Maria Montessori. La
incansable lucha de una mujer brillante en un mundo de hombres. Y me recuerdan también
el valor de las cosas que no tienen valor.
Cómo cuentan los detalles
insignificantes, alumbradores de ¡oh, las grandes preguntas del hombre! Porque
es irónico que aquellas cosas que despierten nuestro asombro sean tan inútiles
como una servilleta con una nota significativa o la lluvia que golpea
musicalmente nuestra ventana. Mi caja de turrón es el dulce eco de ello. Y esos
objetos desconocidos celosamente guardados, tan inútiles y simples, no son para
mí sino perlas del conocimiento.
En la fotografía: Maria Montessori en Londres (1951).
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