Donostia vive abierta al mar y él pasea por esta ciudad como si lo hiciera a través del
cuerpo de la mujer que una vez tanto amó. Pasea mientras respira la brisa que
airea sus pulmones. Camina por el Paseo Nuevo hasta llegar a la Concha con una
decidida marcha que deja en la imaginación del transeúnte una estela llena de
pensamientos, sueños y miedos. Pasear es cocinar sus pensamientos con el viento
o la brisa como si de la sal se tratase. ¿Existe un mayor placer para él que el
de una caminata en el que cada paso es hervir, cocer, freír con el viento su
propia vida reflexionada? No en vano, a menudo dice que va a tomar el aire
cuando necesita salir no sólo de un sitio cerrado sino también salir y dejar
atrás su propio agobio.
Ha empezado a llover pero
él sigue paseando porque renunciar al paseo por la lluvia en Donostia es condenarse
a sedentarismo. La brisa entonces se mezcla con el viento del norte y las gotas
de lluvia tiñen de un precioso gris plateado que él observa en su querida ciudad.
Esa bruma se confunde con un velo sobre la bahía y pasear se convierte en la
acción de abrir las ventanas de la mente y sentarse en una hamaca con alguien
interesante.
La brisa es la mejor
caricia que él puede recibir al contemplar La Concha mientras pasea siguiendo
su famosa barandilla. Un aire puro y húmedo llega del mar y crea una
relajante atmósfera en todo el entorno. Sin embargo, cuando esa brisa va
acompañada de un fuerte viento que llega de las aguas del Gran Sol penetra en todas las capas de ropa hasta llegar a los huesos. Se podría decir
que ese viento casi sabe todos los secretos de los donostiarras como si los
hubiera escuchado atravesando el corazón. O como si alguien en la esquina de
una calle donde ese viento entra con fuerza se los hubiera susurrado al oído. Susurrar
al viento es hablarle a esa corriente de aire que viene y va, que escucha y
calla, que es y no es.
Es 14 de febrero y nuestro
paseante imagina un viento romántico de verdad. Un viento que guardara secretos
o un viento que mandara mensajes maravillosos a personas que estuvieran en la
distancia. Así, un vendaval sería capaz de hacer llegar un “te echo en falta” o
un “perdóname” a alguien especial separado por el mar, por ejemplo. Valdría con
hablarle al viento mientras damos un paseo y contarle las palabras mágicas para
que éste transmitiera al oído en forma de susurro ese íntimo mensaje que a veces la timidez impide expresar. Lo haría
además conservando la voz del remitente. Es decir, haría llegar ese timbre vocal
que emocionaría al destinatario de ese mensaje.
Él imagina quién le
gustaría que le susurrara unas suaves palabras al oído gracias a la preciosa ayuda
del viento. Ya no serían necesarias las palomas mensajeras. El viento haría ese
trabajo tradicionalmente otorgado a estas aves comunicadoras. Por lo tanto, si
el viento hablara ya no se diría que las palabras las lleva el viento. Se
cambiaría esa expresión por otra que dijera que las palabras son custodiadas y
llevadas por el viento sin necesidad de las palomas, sean reales o de Twitter.
Nuestro paseante duda de
quién le mandaría mensajes a través del viento del norte. Vacila al pensar quién
lo haría con el viento del sur. Desconoce quién se aventuraría a dejarse oír
con el viento del este al lado de su cuello, ni quién desnudaría su alma con la
ayuda del viento del oeste si éste se pusiera a transmitirle notas de voz como
las que hace con Whatsapp. De momento sólo sabe que le toca llegar de su paseo
a casa y dejar que el viento le despeje mientras le trae la hora del "prime
time". Ese momento del día en el que se enchufa a la televisión a falta de voces
que susurran su nombre acompañados de algunas ráfagas de viento. Quizá alguien
invente un aparato que aparte de entretenerle cuando llega la noche también le
traiga una bocanada de aire fresco a su casa y corazón provocada por lo único
que sería capaz de hacerlo: escuchar esa
voz.
Fotografía: Elliot Erwitt, 1975. Fuente: Magnum
Photos.