El pasado viernes todos
los pasos de cebra y semáforos que tenía que atravesar para llegar a mi trabajo
estaban en rojo. Vaya, los semáforos están de una coquetería que no se han
olvidado del carmín para sus labios. ¿Acaso es porque es viernes? ¿O tal vez
estoy en la avenida de los Campos Elíseos de París? Así intenté consolarme. Pero
este inoportuno contratiempo no me ocurrió sólo entonces. Sucede con demasiada frecuencia. Y tanta es la
frecuencia con la que esa luz roja aparece en mis carreras a las 8:00 de la
mañana que saco curiosas, y hasta extrañas, conclusiones.
Ese rouge me pone a filosofar de mi vida. Porque pienso que el curioso
fenómeno de que el semáforo se ponga en rojo justo al llegar al paso de cebra tiene
que ver con algo muy propio de mi vida. Más aún. Que la inconveniencia tiene
que ver con mi destino en el caso de que el destino exista. Que el despropósito
de que los semáforos como muy generosos parpadeen en verde y me den 3 segundos
para cruzar corriendo el paso de cebra pertenece a una parte muy esencial de mi
vida. Que tiene que ver con el camino en mi vida y no con un simple paso de
cebra cualquiera. Incluso sufrí esta misma circunstancia en el momento de
nacer. Vine al mundo cuando el año 1983 casi se iba a acabar y se iba a poner
en rojo. Nací cuando el otoño llegaba a su fin. Cuando en el zodiaco tocaba
casi cambiar de signo. Desde luego, de no haberme dado un poco de prisa como
mínimo hubiera nacido al año siguiente. Lo que hubiera determinado
sustancialmente mi vida. Pero al parecer decidí correr un poco como hago a
veces en los semáforos. Y alcancé de forma apresurada la otra orilla del
asfalto justo a tiempo para nacer a finales de diciembre. ¿No es esto demasiada
casualidad?
Es tan cierto como cruel:
¿cómo es posible que se repita la misma escena? ¿Que los semáforos se pongan en
rojo justo cuando yo aparezco aunque no sea siempre a la misma hora? Como cabe
imaginar, cuando esto ocurre no me queda otra opción que correr rápidamente si
quiero verdaderamente evitar esperar los incómodos minutos hasta reanudar la
marcha con el semáforo verde. Es decir, tengo que correr con bolso y agenda en
mano delante de los conductores de coches por humillante que para mí a veces resulte
la escena. Cuando aún no se me ha evaporado el brillante sudor de la ducha de
la mañana. Y parece que el sólo atravesar el paso de cebra corriendo me hace
sudar como en una interminable carrera. Con las despreciativas miradas de los
conductores que parecen espetar, anda nena ¡muévete!
La otra alternativa es
esperar aspirando el desagradable humo de los coches mientras intento contener
la inercia de mi cuerpo. Lo que ocurre –y aquí llega el problema- es que odio
esperar en los pasos de cebra. Detesto esa súbita y abrupta parada al borde de
la acera. Es como si alguien tratara de impedir que siga mi camino. No sólo mi
camino al trabajo sino mi camino en la vida. O como si alguien me pusiera una repentina
trampa para que yo tontamente tropezara. Va más allá. Esa parada con el semáforo
con los ojos enamorados no tiene nada que ver con el amor. Esa odiosa pausa es para
mí eterna y además, ladrona. Y a esas horas de la mañana desprecio especialmente
ese disimulado robo de mi tiempo. Precisamente cuando se trata de esos minutos
que has perdido por retrasar tu hora real de levantarte de la cama. No la hora
en que ha sonado por primera vez la alarma.
Y entonces cuando, oh, el
semáforo me dice ¡stop! La pregunta filosófica llega de rojo como una luz
provocadora y mordaz. ¿Por qué no te gusta esperar? ¿Eres una persona que no
sabe esperar en la vida? Detener el ritmo, ¿eso qué es, Edurne? ¿La vida tiene
ritmo? Estas preguntas filosóficas siguen a las 8:15 de la mañana. Y entonces
aparece el dilema. ¿Qué debería hacer cuando el semáforo está a punto de emitir
esa luz parecida al láser? ¿Esperar hasta que vuelva a ponerse en verde o bien
correr para aprovechar esos últimos segundos? Se trata casi de adoptar mi
filosofía de vida. Esperar o correr, he aquí mi extraordinario dilema
existencial. La primera opción lo asocio con la prudencia, la virtud, el pensar
en el futuro, el posponer las gratificaciones inmediatas o las a veces fáciles recompensas.
Lo relaciono con el silencio, la calma, la contención, la humildad. El correr sin
embargo es para mí el vicio, la pasión, el grito, el exprimir el momento. Es el
aquí y el ahora. Es la emoción, incluso la avaricia, el querer siempre arañar
un segundo más. En definitiva, no conformarse.
¿Pero el éxito en la vida
no se basa en muchos casos en saber esperar? ¿No es precisamente bello que eso llegue después de una larga espera? Por
ejemplo, saber esperar el momento para gastar un dinero ahorrado, evitar el
picoteo y esperar a la comida de verdad, esperar al trabajo que te dignifique y
no te utilice, esperar que la verdad aflore mientras la mentira no se pueda sostener más, esperar la llegada a la plaza del Obradoiro en el Camino de Santiago,
esperar a encontrar las palabras adecuadas y el momento adecuado para decir
algo, esperar la llegada de un bebé, esperar a que la justicia dicte con los
ojos vendados el veredicto final, esperar a la persona adecuada, esperar hasta
llegar a la cumbre de una montaña o la meta de una carrera, esperar la muerte o
el derrocamiento de un dictador, esperar el estreno de una película que ansías
ver, esperar a que una planta florezca, esperar pacientemente una cita…
Nadie lo puede negar. La
espera nos mantiene vivos. Y por eso es esa
espera, sin duda, tan estremecedora. Por mi parte, dudo de que de repente
empiece a pararme de forma civilizada en los pasos de cebra. Como ya habrás
podido intuir los pasaré corriendo de mala manera. Apurando el último segundo
de los conductores con el freno dado y el rojo del semáforo reflejado en sus
cristales y retrovisores a las 8:25. Si fuera siempre el mismo coche el que
esperara en mis pasos de cebra me identificaría como la transeúnte que siempre
corre al límite. Por poner un caso, si este mismo conductor fuera algún espía que
intentara matarme con la ayuda de un sicario, lo tendría fácil en un semáforo.
Quedaría muy disimulado porque siempre los paso inconscientemente. Siempre voy
corriendo con el semáforo casi en rojo. Atravesando peligrosamente el umbral obviando
el riesgo. Ahora bien, después de esta descarada pista que dejo aquí, más que
una muerte disimulada la mía sería una muerte anunciada. Se trataría del
asesinato perfecto si no fuera por el pintalabios de color carmín que siempre
deja huella en algún cuello, en alguna sábana o en este caso, en un algún paso
de cebra a las 8:30 de la mañana en San Sebastián.
Imagen: La espera de Gao Xingjian (Premio Nobel
de Literatura en el año 2000). El escritor tiene una obra pictórica además de
la literaria.